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Puentes de Manhattan I

La imagen del buque escuela 'Cuauhtémoc' de la armada mexicana herido, refulgente de luces, no parece real, parece un plano de una película de catástrofes

Eugenio Fuentes

Sábado, 31 de mayo 2025, 22:39

En el atardecer de Nueva York, 'Cuauhtémoc' avanza por el East River, camino del mar. Sus collares de luces festivas, enrolladas en los mástiles, destacan ... en la incipiente oscuridad, de modo que no se confunden con las luces de Brooklyn, en la otra orilla. El elegante buque escuela es muy visible y el choque contra el puente se adivina unos segundos antes de que ocurra, para pasmo de quienes lo contemplan o lo graban con los móviles. Cuando se produce el impacto, el acero del puente va segando uno a uno los tres mástiles, o como quiera que se llame cada uno de ellos en el complicado vocabulario de la marinería. Las luces no se apagan.

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El accidente del barco es lo último que le faltaba al puente de Brooklyn para engrandecer su mitología. Y no de un barco cualquiera, sino del buque escuela 'Cuauhtémoc' de la armada mexicana, un percance inaudito que pone en cuestión la solvencia de su capitán. Alguien se despistó o no hizo bien los cálculos de las alturas, de las mareas, de las corrientes. Y mira que estaban advertidos: el 'Cuauhtémoc' ya había sufrido un accidente similar contra el puente Bizkaia, en Bilbao, en 2007.

Cuauhtémoc fue el último gobernante azteca antes de la llegada de Hernán Cortés a México y su nombre significa 'águila que desciende'. En el East River no pudo hacer honor a su nombre, no descendió lo suficiente y estampó las plumas contra el puente. La imagen del barco herido, refulgente de luces, no parece real, parece un plano de una película de catástrofes. Y aunque en un primer momento el golpe despierte algunas sonrisas irónicas, las congela el respeto cuando se sabe que ha causado varias decenas de heridos y se conoce el nombre y la edad de las dos víctimas mortales, la cadete América Yamilet Sánchez, de 20 años, y el cadete Adal Jair Maldonado Marcos, de 23. Tienen gentes que los lloran.

¿Se imaginan que algo así le hubiera ocurrido al 'Juan Sebastián de Elcano' y que la princesa Leonor hubiera quedado colgada de un mástil, oscilando en el vacío a treinta metros de altura?

Hace unos meses, cuando faltaban dos semanas para las últimas elecciones estadounidenses, tuve la suerte de recorrer a pie el puente de Brooklyn. Mientras por el piso bajo circulan los coches, el piso alto ha sido peatonalizado y ha pasado de ser un lugar de tránsito a un lugar de encuentro, sobre todo durante los fines de semana.

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Desde los puentes se ve el agua, sí, pero se ve mejor la tierra, el 'sky line' levantado por los arquitectos. El más famoso de los puentes manhattanitas ofrece una perspectiva imprescindible para calibrar la dimensión de la Gran Manzana. Y eso que no escasean los puentes por allí, porque Nueva York en realidad es un archipiélago, aunque a menudo se habla de ella como si se redujera a una isla, Manhattan. Y también en los puentes se advierten las enormes desigualdades de esta metrópoli: cuanto más al norte, son más humildes, más bajos, casi a ras de la corriente, como si también los habitantes de Harlem o del Bronx tuvieran menos derecho a las vistas espectaculares.

Ahora que llega el verano y el tiempo de los largos viajes, si el viajero no se siente atemorizado por las ocurrencias de Trump, vestido de papa o de dalai lama, y decide visitar Nueva York, no es mala opción dedicar una tarde a atravesar caminando alguno de sus viaductos.

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Me gustan los puentes y siempre que he podido, los he cruzado a pie, en recorridos que a menudo resultaban engañosos, pues siempre son mucho más largos que la anchura de los ríos. Me he detenido en lo que creía el centro, para desde allí observar la corriente, que resulta un espectáculo más atractivo que los ruidos y las luminarias y siempre lanzan mensajes sobre el manriqueño discurrir del agua.

Y recuerdo con nitidez esos minutos lentos en el puente Ha'penny de Dublín para ver pasar las aguas del humilde Liffey, y en el Pont Mirabeau desde donde Paul Celan se suicidó arrojándose al Sena. He admirado el poderoso caudal del Danubio desde el Puente de las Cadenas en Budapest. He visto durante años cómo suben y bajan las mareas en Pontedeume y, siempre que he podido, he recorrido puentes sobre los ríos de España, grandes y pequeños, antiguos y modernos, porque no siempre son más espectaculares cuanto más caudalosa es su corriente.

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Un puente es una vía que de pronto se abre cuando crees que has llegado al final de un camino y que todo se te cierra y te cortan el paso los cauces profundos, las turbulencias y barrancos. Un puente te ofrece salida hacia la luz que brilla en la otra orilla cuando aquí todo está oscuro. Los puentes están construidos para unir, para facilitar el contacto y el progreso, para acabar con el aislamiento, y por eso es lo primero que destrozan en las guerras y las bombas los buscan como objetivos prioritarios.

Es mítico el puente de Brooklyn, sí, pero sin duda el más majestuoso de los puentes neoyorquinos es el Verrazano-Narrows, en la entrada de la bahía.

Pero esa es otra historia y cuando lleguemos a ese río cruzaremos ese puente.

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