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Tribuna

Alerta sanitaria

Tantas alertas alimentarias actuales no pueden aislarse del contexto del capitalismo, y el capitalismo no puede aislarse del contexto de la globalización

Eugenio Fuentes

Domingo, 5 de mayo 2024, 07:52

Espero que este no sea un artículo indigesto, pero lo cierto es que en las últimas semanas se repiten con una inquietante frecuencia las alertas ... sanitarias por alimentos en mal estado o contaminados con ingredientes nocivos. A las fresas con hepatitis, procedentes de Marruecos, se les unieron unas almendras de Estados Unidos y unos pistachos de Turquía con no sé qué toxinas cancerígenas y hasta unas tabletas de chocolate con un cuerpo extraño, un alien no comestible, al parecer un plástico.

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Y como tampoco quiero que resulte un artículo soso, intentaré aliñarlo con dos o tres granos de sal o de pimienta: el veneno no solo nos llega de fuera, también en Francia han decretado una alerta por mejillones españoles contaminados con salmonela.

Parece que hoy resulta casi imposible hablar de comida sin interesarnos también por su origen, su producción, su tratamiento. Hace unas décadas, una lechuga o un solomillo llegaban desnudos a la mesa sin que se cuestionara sus condiciones de cultivo o crianza en el campo, a veces incluso directamente desde el productor al consumidor, tan seguros estábamos de su inocuidad. El pan era pan, el vino era vino y la miel, de flores. Ahora todo está tan mezclado, marinado, manipulado, envasado, emblistado, plastificado que a veces da la sensación de que se trata de esconder algo. Con tanta producción industrial y masiva sin duda hemos ganado higiene, pero no sé si también hemos ganado calidad y, sobre todo, no sé si hemos ganado salud, vistos los índices de obesidad que siguen aumentando en el mundo occidental, donde es más intensa la manipulación de las comidas.

En las góndolas de los hipermercados abundan los procesados y los superalimentos de nombres con muchos prefijos cuyo significado desconocemos. A muchos les han añadido condimentos, vitaminas, minerales, probióticos, flavonoides, carotenos, polifenoles, aminoácidos, antioxidantes, conservantes, omega 3, ingredientes que en apariencia los mejoran y que de paso nos aturden, hasta el punto de que ya no sabemos si ingerimos un alimento natural o un artefacto de laboratorio. Resulta increíble la cantidad de cosas raras que nos llevamos al estómago.

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La práctica no es nueva: la primera comida que nos colaron como superalimento fue la manzana del Edén. Disfrazado de serpiente, el demonio fue un vendedor genial para engatusar a Adán y Eva y convencerlos de que si comían esa fruta también adquirirían la sabiduría para distinguir el bien del mal.

Otras veces nos ofertan comidas con texturas y sabores desconocidos, de procedencia exótica y lejana, de las que nunca habíamos oído hablar y que al parecer tienen propiedades milagrosas para la salud y la longevidad. Y esa enorme distancia en espacio y tiempo entre productores y consumidores también aumenta la confusión.

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Como, además, somos omnívoros, la panoplia de alimentos cuya inocuidad hay que vigilar es tan extensa que resulta muy difícil su control.

Este cambalache alimentario universal entre todos los lugares del mundo, de acá para allá y de allá para acá, de este a oeste y de norte a sur, a miles de kilómetros, con enormes cargueros y graneleros que rompen el ciclo de las estaciones y de los productos de temporada, este tráfico es tan masivo que los encomiables organismos de vigilancia sanitaria no dan abasto en su lucha contra el fraude y la picaresca.

Tantas alertas alimentarias actuales no pueden aislarse del contexto del capitalismo, y el capitalismo no puede aislarse del contexto de la globalización. En un comercio de vecindad y cercanía es factible saber cómo cultiva un campesino sus cosechas, con qué abonos y con qué aguas las riega, cómo alimenta sus animales, al aire libre o estabulados, con pastos naturales o con piensos, con hormonas o sin ellas.

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¿Pero cómo vamos a saber aquí en qué condiciones han sido cultivadas y recogidas las almendras de California, o cómo vamos a controlar las prácticas sanitarias de los invernaderos marroquíes, qué abonos o plaguicidas usan, o dónde liban las abejas proletarias de la China, en las flores o en un tonel de azúcar?

Con tanta manipulación de los alimentos, tanto colorante y conservante, tantos plaguicidas y semillas genéticamente modificadas, ya no estamos seguros de poder aplicarnos aquel hermoso consejo de Hipócrates: 'Que la comida sea tu medicina, y la medicina sea tu comida'.

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Ya tampoco podemos volver al sueño imposible de alimentarnos como el bebé se alimenta del pecho de su madre, por instinto de supervivencia, por gula y por placer, sin saber nada de proteínas ni de vitaminas ni de dietas ni de calorías. Comer por puro amor.

Pero al menos podemos exigir que lo que ingerimos esté limpio de toxinas y conocer el contenido exacto de lo que pinchamos con el tenedor o nos llevamos a la boca con la cuchara. Y últimamente suenan con demasiada frecuencia los borborigmos de las sirenas ante unas prácticas dañinas que no afectan solo a nuestros estómagos: nuestro sistema digestivo está lleno de neuronas que se deprimen con los venenos e influyen decisivamente en nuestro estado anímico.

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