Empieza el año y volvemos a reanudar esos propósitos que conforme pasan los meses se nos van olvidando. En mi caso, como en el de ... otros muchos, el principal es retomar la sempiterna dieta para intentar acabar con esos kilos de más que casi sin darme cuenta (o sí, qué rico estaba todo) han vuelto a mi cuerpo por Navidad, como los turrones. Así que al llegar enero, y no sin cierto temor, decidí subirme a la báscula. Madre mía, casi adelgazo del disgusto. Ganas me daban de marcharme a la línea del Ecuador porque allí pesaré un kilo menos por ser el punto más alejado del centro de gravedad de la Tierra. Tras el susto que me llevé al ver que mi eterna enemiga me daba un guantazo en forma de tres kilos más, decidí ponerme a dieta. Y no solo por estética, que también, sino porque mi rodilla derecha se queja del aumento de peso. Lo tenía decidido pero pospuse el régimen para después de Reyes, como si albergase la ilusión de que me trajesen una lampara como la de Aladino, de la que saliera un genio al que le pediría como deseo no dinero ni poder, sino «comer lo que quiera y no engordar». Pero el genio no apareció, así que empecé el día 10. ¿Por qué siempre dejamos la dieta para el lunes?
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Hace tiempo que no como dulces porque si lo hago siento una sensación desagradable (mi trabajo –y muchos años de entrenamiento– me ha costado que mi subconsciente mande esa reacción de culpabilidad a mi cuerpo). Sé que me perjudica y, salvo excepciones, no como azúcares ni fritos ni grasas ni bebo alcohol, que es lo primero que los especialistas te retiran de la dieta. Así que parto con desventaja porque lo que más engorda ya lo he apartado de mis hábitos alimentarios. «Comer es un placer, si sabes comer bien...», cantaba Miliki. Y eso hago, ingiero siempre alimentos saludables, pero creo que mi problema es la cantidad... ¿Hay cosa más triste que cenar una tortilla de un huevo?
He hecho mil y una dietas, con endocrinos, nutricionistas y por mi cuenta y riesgo, y los kilos que desaparecen y que me permiten volver a ponerme los vaqueros de hace 20 años, en cuanto me descuido vuelven a aparecer a traición como ahora. ¿Cómo consigo adelgazar? Bebiendo mucha agua, responden algunas flacas modelos cuando les preguntan. ¡Ja! Y unas narices. Llevo mucho tiempo bebiendo agua e infusiones por encima de mis posibilidades y no veo que en mí surta el mismo efecto. Aunque he de reconocer que me ayuda a tener a mi organismo entretenido, vencer la tentación y no hincarle el diente cada dos por tres a la primera fruta que se me ponga por delante. Hasta para eso soy disciplinada, no sueño con comerme un croissant o un bocata, sino una mísera manzana, cual Eva ansiando el fruto prohibido del árbol del bien y del mal. Pero como estoy a dieta tampoco puedo pasarme comiendo fruta porque tiene azúcar y si la mujer de Adán no podía morder la manzana si quería permanecer en el paraíso, en mi caso no debo comer toda la fruta que me apetece –no pararía– para no ser expulsada de la talla de ropa que guardo en el armario.
La teoría es sencilla. Como dice José Mota, «las gallinas que entran por las que salen», así que tendré que aumentar el deporte que hago porque para las «gallinas» –léase calorías– que han entrado en mi cuerpo en las últimas semanas, parece que caminar 15 kilómetros diarios y dos horas semanales de pilates no son suficientes.
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Aunque a lo mejor el problema es que hago demasiado ejercicio con la mandíbula...
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