Opinión

La plaza

Saberes inútiles ·

César Rina Simón

Viernes, 25 de octubre 2024, 22:43

Hace unos días, Alonso de la Torre contaba en estas páginas la explicación que daba su suegra a la vuelta a Cáceres en cuarenta días ... que ha dado la Virgen de la Montaña: «Los cacereños lo que verdaderamente quieren es tener un pretexto para salir a la calle». Se han escrito decenas de libros sobre el ensanchamiento de los fenómenos festivos en la modernidad tardía y el crecimiento exponencial de la religiosidad popular en sociedades postcristianas, pero si no tienen tiempo de leerlos quédense con la síntesis de esta señora. El motor que mueve este fenómeno comunitario –que no es lo mismo que mayoritario– es la sed de gente, la necesidad de reconocerse en la comunidad, de dotar de trascendencia histórica los encuentros colectivos, de escapar de la individualidad y de la soledad a golpe de celebración. Las identidades urbanas utilizan los símbolos y los significantes religiosos y tradicionales para celebrarse a sí mismas. Ya pueden ser vírgenes, dragones, marchas rosas, días de la bicicleta, carnavales o gaitas irlandesas, si bien hay jerarquías basadas en el aura de sacralidad y de antigüedad y en el consenso que generan. Lo importante no es sólo el icono movilizador, sino los significados que le damos y el relato colectivo que construimos en torno a él. Hace más de cien años Émile Durkheim cuestionó las lecturas que confundían forma y función y las teorías esencialistas o esotéricas que remontaban lo festivo a prácticas milenarias de continuidad. La fiesta, según el sociólogo, era la forma que tenían las sociedades humanas para cerciorarse cíclicamente de su existencia y reivindicarse como bloques culturales homogéneos. A través de ella, la comunidad imaginada se materializa, se hace visible, toma cuerpo, actúa. Deja de ser un número, coge forma, olor, sabor. Por eso las fiestas populares fueron el principal mecanismo de integración de los millones de personas que emigraron en el siglo XX del campo a la ciudad. El forastero se incorporaba en la comunidad si aceptaba los iconos movilizadores de identificación grupal y participaba de sus códigos festivos.

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La proliferación de fiestas y alardes identitarios también se explica como una respuesta autómata a las incertidumbres que genera la aceleración de la experiencia histórica: desarraigos, miedo, ausencia de referente éticos… Las fiestas aportan modelos de sociabilidad –en espacios donde cada vez son más escasos–, tradiciones nostálgicas y modelos de trascendencia que ratifican la continuidad de la comunidad en el tiempo. Hemos perdido la silla en la puerta, las tardes a la fresca y la plaza pública. Estamos solos en el mundo con un móvil en la mano. No tenemos ágora –¡el centro comercial no lo es!– y por eso intentamos construirlo con fiestas y tradiciones, pues necesitamos ese espacio de afirmación y de confrontación. Las plazas ocupadas por el turista y por las prácticas consumistas individuales recuperan momentáneamente su funcionalidad social y pública durante las celebraciones. El debate en torno a los iconos identitarios que queremos que nos movilicen está siempre abierto, pero no podemos dudar de la importancia trascendental de la calle, la plaza y la fiesta, reductos en los que se refugia lo poco bueno que nos queda.

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