Cuando la semana pasada les dije a mis alumnos que tenía ciertas reticencias acerca de la huelga estudiantil con motivo del suicidio de Sandra Peña, ... la indignación fue mayúscula. No es para menos, pensarán ustedes, dado que este, por desgracia, no es un caso aislado. Resulta evidente que el bullying en las aulas constituye una de las problemáticas más importantes y difíciles de solventar. En este sentido, la huelga quizá sea más lógica que la mayoría de las que suelen convocarse. A pesar de todo, me pregunto si una huelga (acontecimiento que los estudiantes a menudo interpretan como una oportunidad para perder clase) ha sido realmente una medida efectiva para poner freno al acoso escolar e invitar a la reflexión, o solo ha servido para que aquellos que contribuyen al problema, por acción u omisión, hayan podido dormir el martes un par de horas más. Y apuesto a que la mayoría habrán dormido a pierna suelta porque, no me cabe ninguna duda, gran parte de estos estudiantes están convencidos de que no forman parte del problema.
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Ni siquiera en estos momentos en los que el bullying se ha cobrado la vida de una joven de catorce años se ha conseguido despertar en el alumnado la necesidad de reflexión o autocrítica. El instinto de autoprotección siempre encuentra justificaciones a los actos deleznables y formas de escudarse en frases hechas: «solo son bromas. «Los que acosan son otros». «¿No hay nada que pueda hacer». Lo peor es que, en muchas ocasiones, esto es verdad. ¿Qué puede hacer un adolescente cuando presencia la injusticia? ¿Intervenir y arriesgarse al ostracismo social o, aún peor, a convertirse en blanco de burlas y desprecios? Siempre es preferible el papel de observador. Ni víctimas, ni verdugos. Solo testigos silenciosos, a salvo, en la distancia, de los remordimientos. Con esa edad, ¿quién podría culparlos?
¿Cómo atajar entonces el acoso escolar? ¿Dónde encontrar a esos culpables? ¿En el profesorado que no pone en marcha el protocolo? ¿En la sociedad que condena a los centros cuando reportan casos de este tipo? ¿En los padres que no educaron a sus hijos en el respeto hacia los demás? ¿O en los acosadores al actuar impunemente amparados por su juventud y desconocimiento? De algún modo, nadie es responsable y, a la vez, todos los somos. Como decía Edmund Burke «para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada». Quizá deberíamos empezar por buscar responsables al otro lado del espejo. Pensar qué hicimos como profesores, como padres, como compañeros, como amigos. Y, sobre todo, qué no hicimos. Recordar de forma crítica cada vez que señalamos a la víctima y nos preguntamos por qué no denunció antes o por qué se mostró débil en lugar de defenderse. Cada vez que justificamos al agresor alegando que «son cosas de niños». Cada vez que alguien sintió vergüenza, soledad o miedo, y miramos hacia otro lado. Hay ocasiones en las que no es una manifestación, sino en nuestra propia conciencia, donde debemos proferir el más potente grito de rebeldía.
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