En mi más reciente escapada para aprovechar los últimos coletazos del verano me he vuelto a encontrar con el escollo que, cada año, tenemos que ... sortear quienes decidimos viajar en compañía de nuestras mascotas: las playas no admiten perros; muchos parques y alojamientos, tampoco. Es cierto que existen playas habilitadas para ellos, pero suelen estar lejos o en condiciones insalubres.
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Las leyes y prohibiciones al respecto, no obstante, son lógicas y necesarias para regular la convivencia. Sería contraproducente ir a la playa con el perro en hora punta o llevarlo sin correa por un parque infantil. Sin embargo, con frecuencia el exceso de precauciones hace que muchos nos quedemos sin alternativas para disfrutar de las vacaciones junto a nuestro fiel compañero.
Quizá peco de inocencia al creer que quienes tenemos perro somos cívicos, cuando todos sabemos que no siempre es así. Pero del mismo modo sabemos que también hay muchos conductores incívicos, niños a quienes sus padres no recriminan una conducta incívica; o personas, en definitiva, que no siempre pueden presumir de un comportamiento ejemplar. A pesar de todo, sí que normalizamos playas con restos de basura o paseos marítimos abarrotados de patinetes eléctricos circulando a toda velocidad. Supongo que también tiene su lógica, somos nosotros quienes ponemos las normas, tenemos «derecho de conquista», como decían los romanos, lo que nos permite el lujo de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la del propio; así como el de velar primero por nuestra comodidad.
No creo, sin embargo, que por ello debiéramos perder de vista todas las veces que hemos recurrido a perros de rescate, de salvamento marítimo, de asistencia o, simplemente, a los animales de compañía, que reportan a nivel individual un beneficio emocional digno de mención. Citando a don Arturo Pérez Reverte, quienes hemos convivido con perros conocemos hasta donde llegan las palabras generosidad, compañía y lealtad. No hay terapia equiparable a tu perro moviendo el rabo cuando te recibe al llegar a casa. Los paseos al aire libre a su lado han hecho más por nuestra salud física y mental que esos gimnasios que abandonamos la segunda semana de enero. La cura más efectiva contra la soledad y el sedentarismo. Más perros y menos Prozac, con permiso de Marinoff, y los sistemas de salud mental estarían mucho menos colapsados.
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Aun así, es legítimo que los perros no sean del agrado de todos, pero tal vez, en deferencia a su altruismo, merezcan al menos nuestra predisposición a adoptar pensamientos más flexibles. Quizá no suponga demasiado esfuerzo mostrarnos indulgentes cuando haya un perro corriendo tras la pelota a las ocho de la mañana en una playa vacía; habilitar espacios dignos para ellos o admitirlos en más alojamientos vacacionales (siempre que exista responsabilidad y compromiso por parte de los dueños, claro). Bastaría con dejar de considerar a los animales como elementos secundarios de la naturaleza subordinados a nuestras necesidades. Como decía Ghandi, «la grandeza de una nación y su progreso moral pueden juzgarse por la forma en que sus animales son tratados».
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