Nuestro globalizado sistema capitalista, de cuya lógica no escapan ni países que solo nominalmente son comunistas, siendo China el paradigma, está montado de forma que, ... para que unos podamos disfrutar de bienes y servicios a precios económicos, otros deben sufrir, sean estos animales o personas animalizadas. Ese es el tema central que subyace a la ruidosa polémica generada por las declaraciones del ministro de Consumo sobre las macrogranjas.
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Por ende, si queremos comer carne de cerdo barata, la producción de esta debe ser barata para que resulte rentable a su productor. Y esto solo tienen músculo financiero para hacerlo las grandes empresas. Un ganadero independiente que quiera competir contra ellas lo tiene muy complicado, por no decir imposible, con lo que o trabaja para ellas o acaba cerrando.
Otros sectores replican un modelo similar. El textil, por ejemplo. Para que podamos comprar camisetas por unos pocos euros, estas son confeccionadas en Bangladés, India, Camboya o Sri Lanka por millones de trabajadores –mujeres jóvenes, en su inmensa mayoría– con condiciones laborales muy precarias, jornadas maratonianas y salarios de hambre, como denuncian Greenpeace y otras ONG.
Este modelo 'low cost' de explotación globalizado tiene un alto coste: amén de depredador del medio ambiente, es injusto porque agranda y perpetúa las desigualdades sociales. De resultas, lo barato acaba saliendo caro para todo el mundo. También ayuda a reforzarlo que en nuestras mismas sociedades opulentas cada vez hay más 'precariado' que no se puede permitir el lujo de comer jamón ibérico o vestir ropa ecológica. No obstante, el gran problema es que para cambiarlo se necesita no solo voluntad política sino también social. Es decir, no basta con que nuestros políticos tomen medidas para reformarlo; los ciudadanos de las sociedades opulentas debemos estar dispuestos a refrenar y modificar nuestro consumista estilo de vida.
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Sin embargo, la ideología neoliberal dominante nos incita a todo lo contrario, a consumir compulsivamente como si no hubiera un mañana, pues excita eso que Platón llamó parte concupiscible o apetitiva del alma e inhibe la racional.
Para Karl Marx, la ideología era la explicación falsa de la realidad que las clases dominantes transmiten para impedir un cambio en el sistema. Para el pensador alemán, las personas siguen esa ideología y actúan en contra de sus intereses por ignorancia. Sin embargo, para un marxista heterodoxo y lacaniano como el esloveno Slavoj Žižek, lo hacen a sabiendas. Marx dijo: «Ellos no lo saben, pero lo hacen»; a lo que Žižek responde: «Ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así lo hacen».
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Entonces, ¿por qué hacemos lo que dicta el sistema aun sabiendo que solo favorece a unos pocos? ¿Por qué compramos chopped si sabemos que es poco saludable? En fin, ¿por qué secundamos la ideología dominante? La respuesta de Žižek es contundente: porque gozamos con ella. Preferimos seguir tomando la pastilla azul y vivir en Matrix, porque es más placentero.
Con todo, no es fácil optar por la pastilla roja. El sistema nos va entrampando hasta captarnos, hasta convencernos de que la única manera de sobrevivir y medrar es colaborar con él, traicionar, si es preciso, nuestros principios y dejar cadáveres en el camino, como refleja 'Siete prisioneros', película brasileña que empieza como un retrato de la esclavitud moderna y termina como una fábula de la sociedad capitalista.
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