En nuestros tiempos claoroscuros, los golpes de Estado ya no se dan con 'tejerazos' o asonadas militares respaldadas por los poderes fácticos o potencias extranjeras, ... ni siquiera con 'fujimorazos' como el del ya expresidente de Perú Pedro Castillo. Como explican Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su ensayo 'Cómo mueren las democracias', existe un modo menos dramático pero igual de destructivo: «Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder», advierten los dos profesores estadounidenses. Y recuerdan que algunos de esos dirigentes desmantelan las democracias a toda prisa, como Hitler, «pero, más a menudo, se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables».
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Lo estamos viendo en Rusia, Turquía, Venezuela, Nicaragua, Polonia o Hungría. En estos países, los autócratas electos mantienen una fachada de democracia, a la que han ido desmantelando hasta vaciarla de contenido con incluso medidas 'legales', al ser aprobadas por parlamentos y avaladas por tribunales, aunque, eso sí, controlados por testaferros de un poder más ejecutor que ejecutivo.
En EE UU y Brasil, Trump y Bolsonaro han seguido el mismo patrón, pero han sido desalojados del poder a través de la urnas antes de que completaran su deriva autocrática. No obstante, el mal está hecho y han dejado malheridas sus democracias. El síntoma más evidente es la tremenda polarización que las aqueja. A través de la vieja pero efectiva táctica del divide y vencerás, siguiendo el concepto de lo político del pensador nazi Carl Schmitt, como una lucha entre amigos y enemigos, y recurriendo a lo que Moisés Naím, en 'La revancha de los poderosos', llama las tres 'p' (populismo, polarización y posverdad), Trump y Bolsonaro han partido a sus ciudadanos en dos bloques irreconciliables. Suturar esas heridas costará mientras ambos expresidentes y su corifeos continúen azuzando a sus fanáticos. Los asaltos al Capitolio americano y a la sede de los tres poderes brasileños, pastiches de la marcha fascista sobre Roma que en 1922 encumbró al poder a Benito Mussolini, son alertas de hasta dónde están dispuestos a llegar.
Afortunadamente, en las algaradas de Washington y Brasilia el ejército se ha mantenido fiel a la legalidad constitucional y se ha cumplido aquello que dejó escrito Karl Marx al inicio de 'El 18 de brumario de Luis Bonaparte': «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa».
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Sin embargo, no hay que bajar la guardia ni aquí ni allí ni acullá, ni desdeñar esos conatos de insurrección nacionalpopulistas como astracanadas de cuatro pirados. Pese a sus derrotas electorales, Trump y Bolsonaro conservan un amplio apoyo ciudadano. Hitler también fracasó en su primer intento de golpe, el 'putsch de Múnich de 1923, y Hugo Chávez con el que acaudilló en 1992, y ambos acabaron haciéndose con el poder a través de las urnas.
Levitsky y Ziblatt nos advierten que una prueba esencial para las democracias es si los partidos se esfuerzan por impedir la llegada al poder de demagogos extremistas, por aislarlos, haciendo causa común con la oposición en apoyo a candidatos democráticos, lo que «exige valentía política», porque «cuando el temor, el oportunismo o un error de cálculo conducen a los partidos establecidos a incorporar a extremistas en el sistema general, la democracia se pone en peligro».
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