Los inmigrantes están ejerciendo el papel de chivo expiatorio que tuvieron los judíos en la Europa de entreguerras. Lo peor es que el discurso de ... la extrema derecha contra la inmigración se está normalizando, como reflejan los últimos resultados electorales en varios länder alemanes, Austria, Francia o las europeas. Ello está arrastrando a los partidos conservadores e incluso socialdemócratas a asumir parte del discurso ultra y tomar medidas para restringir la inmigración para taponar la sangría de votos.
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La ventana de Overton, ¿recuerdan?, se está moviendo para integrar ideas discriminatorias que hasta ahora eran inaceptables en nuestras sociedades democráticas y que socavan uno de sus pilares centrales: la igualdad de todos los seres humanos ante la ley y en dignidad y derechos, consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.
Sin embargo, la realidad desmiente esta declaración de buenas intenciones. No todos los seres humanos disfrutamos de los mismos derechos; depende de nuestro pasaporte o nuestra cuenta bancaria. 'De facto' tenemos derechos en cuanto ciudadanos reconocidos por un determinado Estado-nación. Como los metecos en la antigua Grecia, los extranjeros no son ciudadanos de pleno, siguen sin gozar de todos los derechos de los que gozan los nacionales. Si además son pobres y sin papeles, su estatus no es muy disímil al del esclavo.
En 'Los orígenes del totalitarismo', Hannah Arendt ya advirtió sobre la ficción de los derechos inalienables de todo ser humano en el último capítulo de la segunda parte, titulado 'La decadencia del Estado-nación y el final de los derechos del hombre'. Una ficción que evidenciaron los desplazamientos de refugiados tras la Primera Guerra Mundial. Como escribe Arendt, «una vez que abandonaron su país quedaron sin abrigo; una vez que abandonaron su Estado se tornaron apátridas; una vez que se vieron privados de sus derechos humanos carecieron de derechos y se convirtieron en la escoria de la Tierra». Algo que la propia pensadora judía sufrió en sus carnes, pues se vio forzada a emigrar de su Alemania natal perseguida por el régimen nazi, que le retiró la nacionalidad en 1937 y fue apátrida hasta que consiguió la estadounidense en 1951.
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La gran revelación de la Primera Guerra Mundial fue, pues, que se podía desposeer de sus derechos a personas y pueblos enteros una vez eran despojados de su ciudadanía, es decir, se convertían en apátridas. Posteriormente, los campos de exterminio nazis y los gulags estalinistas confirmarían que un ser humano desposeído de derechos podría ser víctima de las peores atrocidades sin consecuencias para los victimarios. Por ello, Arendt sentencia: «El mismo término de 'derechos humanos' se convirtió para todos los implicados, víctimas, perseguidores y observadores en prueba de un idealismo sin esperanza o de hipocresía chapucera y estúpida».
Como sugiere Arendt, después de haber visto el destino de los que huyen de la violencia y de la guerra, es cuando «llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos […] y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada». Mas Europa parece haber perdido esa consciencia y la memoria histórica, visto el auge de la extrema derecha y su pasividad, disimulada con una chapucera diplomacia hipócrita y estúpida, ante lo que están haciendo a los palestinos y otros pueblos, sobre todo africanos, olvidados.
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