Parece que los últimos quioscos callejeros de prensa que aún perduran en Badajoz van a ser eliminados. Como la misma medida va a adoptarse en ... otras ciudades, no se sabe si la decisión es municipal o impuesta también desde Europa como otro despropósito de la Agenda 2030. En cualquier caso es un menoscabo para el pulso vecinal. Porque los quioscos hacen ciudad. Son hitos del recorrido cotidiano, y su visita, hábito de mucha gente. Alto para la relación. Punto de contacto y mentidero de barrio más allá de su función comercial.
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Su precedente son los aguaduchos del siglo XIX. Aquellas angostas estructuras de madera en las que difícilmente podía desenvolverse una persona ni acoger un mínimo utillaje, dedicados a expender las bebidas de la época: agua de cebada; azucarillo; gaseosa de bolindre; granizada, horchata, aguardiente, y otros licores. Y vino, naturalmente. La cerveza y el café aún no estaban generalizados. Y en su entorno, los correspondientes veladores.
Hace un siglo eran medio centenar repartidos por toda la ciudad, incluidas las barriadas de San Fernando y San Roque. En el centro destacaban los cinco de San Juan y San Francisco, y los varios de Minayo, Soledad, San Andrés, Plaza Alta, Campo de la Cruz, Cuatro Caminos, y estación de ferrocarril. Con el tiempo aumentaron sus proporciones, y algunos, como El Túnel, frente a la Marina, contaban con amplia visera acristalada y gran estructura cupulada. Luego desaparecieron y en su lugar surgieron los quioscos de prensa de arquitectura muy elaborada, según modelo de los hexagonales que perduran en San Francisco, algunos dedicados también a bebidas. Los de Polanco, Chato Fernández, Martínez, o don José Moreno, fueron afamados.
El quiosquero era el mejor conocedor de su zona y lo que en ella sucedía. Su vigilante y animador. Como el tabernero y el barbero veía, oía, y charlaba con la clientela. Finalmente, los quioscos decayeron por falta de rentabilidad cuando periódicos y revistas dejaron de venderse. Y pese a su esfuerzo por reinventarse con nuevas funciones, la mayoría acabó por cerrar.
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En consideración a su papel sociológico y función dinamizadora de la vida ciudadana, hay que hacer un gran un esfuerzo de imaginación para evitar su desaparición, aplicando una decidida voluntad para buscarle nuevos usos y respaldarlos con todo tipo de incentivos.
Cederlos a la ONCE, asociaciones culturales u organizaciones similares. Habilitarlos para vender flores, churros, artesanía y recuerdos locales. O buzón de ideas y objetos perdidos; oficina de reclamación e información sobre incidencias callejeras, o trámite de documentos municipales. Información histórica y turística, guía de recorridos y visitas, o actividades afines, pueden estudiarse para darles vida, cediéndolos directamente sin papeleo a particulares, o gestionados por personal municipal.
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Lo que solo será posible dedicando a la cuestión gran imaginación y firme propósito, soslayando burocracia, simplificando trámites, suprimiendo tasas y otorgando ayudas, primando su apertura y actividad sobre la rutina administrativa.
Cualquier cosa para evitar que donde hubo un punto de vida, aparezca otro duro yermo urbanístico. Un buen reto para el consorcio del Casco Antiguo.
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