Una boda como la de hace dos mil años

Se celebraban para procrear. Las niñas (no tenían más de quince años) eran educadas para ejercer como esposas de los hombres (solían ser mucho mayores que ellas) que designaran sus padres según sus intereses.

Ara Concordiae recreó el sábado por la noche una boda como las que había hace dos mil años en la ciudad para explicar el papel de la mujer en la colonia de Augusta Emerita.

No era fácil ser mujer en Roma. La fidelidad y la sumisión al esposo eran sus aspiraciones. Sin vida pública alguna. Su vida se limitaba al hogar y a la discreción permanente. Contra esta costumbre de concertar los esponsales sin el consentimiento de los novios se levantaron, ya en época imperial, varias voces. Séneca y el jurista Salvio Juliano dejaron escritos contra esta costumbre y pidieron que la aceptación de los novios fuera indispensable. El adulterio era algo grave que daba derechos al padre o al marido de matar a su hija o esposa si lo cometía.

El público llenó todos los asientos habilitados en la galería principal del Museo Nacional de Arte Romano para una representación en la que Pilar Caldera, conservadora del Museo, fue explicando los ritos que envolvían esta celebración.

Las bodas en la colonia solían ser en primavera, entre abril y junio. Dos años antes de la celebración, los padres de la niña elegían el marido para su hija y firmaban las esponsales con la familia del futuro esposo. El documento oficializaba su entrega a cambio de una cantidad en monedas de plata y un anillo con un gema engarzada. Los regalos se devolvían si había ruptura del acuerdo hasta la celebración. Desde que se firman los esponsales hasta que llega el día de la celebración, a la niña se le asigna una pronuba.

Solían ser viudas respetadas en toda la colonia que ejercían de consejeras y les preparaban para satisfacer al esposo.

Días antes del oficio, la futura esposa hacía una ofrenda a la diosa Juno, protectora del hogar y de la familia. Le entregaba objetos que le habían acompañado durante sus primeros años de vida y que al casarse abandona como símbolo de la infancia que deja atrás.

La tradición también fijó el peinado que debían llevar. Las peinaban con seis trenzas y le cubrían la cabeza con un velo naranja, el flammeum. Simulando a las vírgenes vestales.

Se impuso la túnica blanca y recta. Símbolo entonces de pureza. Y ataba en la cintura con el nudo hercúleo. De Hércules se decía que había tenido más de setenta hijos. La leyes de Augusto premiaban a la patricia que diera más de tres hijos al Imperio. Una vez en el templo, el oficiante de la ceremonia sacrificaba un animal como ofrenda de los contrayentes. Y en la costumbre de la época por los augurios del futuro, el principal orador se fijaba en las entrañas del animal para hacer sus presagios.

Después de esta superstición, el marido quitaba el velo a la novia y le preguntaba su nombre, ahora que ya estaban casados:

«¿Cuál es tu nombre?», le preguntaba levantando el velo.

Ella contestaba: Ubi tu Gaius, Ibi ego Gaia. Que quiere decir: «Donde tú seas Cayo, allí yo seré Caya». Al final intervenía la pronuba juntando las manos de los contrayentes.

Finalmente se simulaba un rapto. La novia se agarraba a los brazos de su madre y tenía que llorar mientras el ya esposo fingía arrebatársela.

Tras el banquete, la recién casada desfilaba por las calles de la colonia acompañada por niños que portaban antorchas hasta la casa de su esposo. En la puerta le esperaba y por superstición debía cogerla en brazos sin pisar el umbral para entrar juntos. Le esperaba una vida de sumisión.