El muerto de Cambroncino
Anécdotas fúnebres. Los pueblos extremeños están llenos de curiosidades funerarias
Hace unas semanas, saliendo de Pozuelo de Zarzón hacia Villanueva de la Sierra, me sorprendió la señal de tráfico de la foto: un prohibido el ... paso con una salvedad: «Excepto cortejo fúnebre». No es la única curiosidad funeraria que he encontrado recorriendo los pueblos de Extremadura, sobre todo, los situados al norte de Cáceres.
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En Torrejoncillo, por ejemplo, se dice que si pasa el afilador silbando, al día siguiente se morirá alguien en el pueblo. En el mismo Torrejoncillo, había dos vecinas, María Cachorra y Reyes, que «andaban a las patás», frase popular para referirse a su cometido: anunciaban el muerto, tocaban las campanas, hablaban con el cura, arreglaban los papeles, iban al ayuntamiento y hacían de intermediarias entre el funerario local y la familia del finado.
El funerario de Torrejoncillo era Juan Díaz (q.e.p.d.). Lo entrevisté hace ya 15 años y no olvido aquella tarde ni aquel buen rato. Me contó anécdotas como la de quienes no quieren enterrar a sus familiares en Madrid por ser muy caro y se traen al muerto en el coche. «Lo echan en el asiento del copiloto, le abrochan el cinturón y para casa. Recuerdo un muchacho de Holguera que se murió en Madrid y se lo trajeron montado en un 4 latas. Otro día me llamó un joven y me dijo que se moría su suegro. Yo le respondí que podían hacer tres cosas: dejar que se muriera en Madrid y que los desangraran con 3.500 euros; traerlo a morirse al pueblo o traerlo ya muerto en el coche, bien tieso y enganchado en el asiento con el cinturón. El caso es que se lo trajeron y yo lo enterré por 800 euros», relataba con gracia y respeto.
Otra anécdota curiosa le sucedió en Cambroncino. «Me avisaron de que en la plaza había un muerto en un bar, llegué y el muerto estaba encima de unas cajas de cerveza y Cocacola, sobre un poncho de rayas amarillas de los que se llevan al campo y sobre el poncho y las cajas, el hombre todo tieso con el sombrero puesto. El bar estaba lleno. «Tome usted algo», me dijeron. Pero cómo iba a tomar nada si aquel hombre allí me había quitado el apetito. Y lo más gracioso es que una de las dolientes se quedó prendada de la cruz que llevé para el duelo y me dijo: «Me la tiene usted que prestar. Lo bien que quedaría en casa en Navidad». «En Las Hurdes son muy buena gente», sentenciaba Juan.
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Siguiendo con anécdotas propias de esta semana de difuntos, no puedo olvidarme de que las mejores plañideras de Extremadura eran las de Garrovillas y las de Guijo de Granadilla porque practicaban el «qué bueno era» con un repertorio de lamentos y llantos muy creativo. Eran las más contratadas en los velatorios hasta que la autoridad eclesiástica dictó leyes exigiendo menos aspaviento y más sentimiento. Aunque para velatorios, los de Casar de Cáceres. En los demás pueblos, se acostumbraba a servir a los deudos café y copa. En Casar, además, lomo, pringadas y chocolate.
También en la provincia de Badajoz se conocen anécdotas mortuorias tan jugosas como la de aquel señor que falleció en el hospital de Mérida y, habiendo donado su cuerpo a la ciencia, aparecieron enseguida unos operarios de la universidad, que se lo llevaron. La hija del finado preguntó que cuánto se debía, los operarios respondieron que la universidad corría con todos los gastos y a la hija solo se le ocurrió decir: «Ay, papá, por fin vas a ser becado en algo».
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Acabo recordando la lista de sinónimos de morir que me dio Juan Díaz en Torrejoncillo: palmarla, empaquetarla, endiñarla, estirar la pata, ponerse el abrigo de tablas, ya se conformó, doblar la servilleta, jincar el poleo, machacar hormigas con el caletre, hay fiambre, espicharla y quedarse lacio el rabo.
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