Robar un testículo para curarse un resfriado
Un tabernero de la localidad de La Zarza mutiló a un cliente que se quedó dormido porque creía que podría sanar si preparaba una medicina usando órganos humanos
El 9 de abril de 1902 la localidad de La Zarza vivió uno de sus sucesos más graves. El dueño de una taberna mató ... a uno de sus clientes. La intención del tabernero era robarle un testículo porque creía que así se curaría de un resfriado que no se le quitaba. La víctima se desangró.
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El tabernero, Alonso M. M., llevaba mucho tiempo enfermo. Según su propio testimonio, sufría un resfriado que no se le quitaba y tenía dificultades para respirar. Escuchó que se podía curar si conseguía un testículo humano y esa recomendación le obsesionó. «Padecía una enfermedad crónica de las vías respiratorias, y llegó a ser dominado por la preocupación de que solo podía curarse con una medicina en la que había de entrar como elemento principal un testículo humano», explicó el fiscal durante el juicio.
La obsesión de Alonso era tan profunda que pasó meses tratando de encontrar el ingrediente principal. En el juicio fue determinante el testimonio de un vecino, José R., que aseguró que el tabernero le había ofrecido 4.000 reales «si le proporcionaba determinadas partes de un niño».
Al no lograrlo con dinero, se desesperó. Un día llegó a su taberna de La Zarza y su hija le dijo que un cliente habitual, Pedro E., había bebido en exceso y se había quedado dormido en la cocina del local. «Aprovechando las circunstancias de que los pocos concurrentes a la taberna se encontraban jugando a las cartas, sacó una navaja, cortó la correa que sujetaba el alzapón de los pantalones (un trozo de tela que tapaba la parte anterior de los calzones) y con el mismo instrumento practicó una incisión en el escroto cortando uno de los testículos, lo extrajo, lo envolvió en un pañuelo y se lo llevó a una alcoba próxima», publicó el diario 'La Región Extremeña'.
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Sin rastro del testículo
El testículo de Pedro nunca se encontró, pero tampoco se pudo confirmar que el responsable lo hubiese usado como medicina finalmente.
La víctima fue encontrada por un cliente de la taberna al día siguiente de la agresión en un enorme charco de sangre. Aún estaba con vida e incluso llegaron a aplicarle curas, pero falleció.
El tabernero fue procesado como responsable porque dejó un rastro de sangre desde la cocina hasta sus habitaciones. Posteriormente los testimonios de los clientes desvelaron todo lo que había ocurrido. De hecho, dos de los vecinos que estaban en la taberna también fueron juzgados como cómplices. El fiscal les acusó porque se dieron cuenta de lo que había pasado, pero no asistieron a la víctima ni alertaron a las autoridades de lo que pasaba.
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El responsable de la muerte, que era un hombre adinerado natural de Alange, llegó a ofrecer dinero a testigos para eludir su culpabilidad, pero no lo logró y fue juzgado en 1903.
En el proceso el fiscal contó con numerosos testimonios que apoyaban su culpabilidad además de los rastros de sangre. Además del reguero desde la taberna a sus estancias, en el juicio se presentó como prueba una navaja ensangrentada y un pañuelo con restos de sangre.
Otra prueba contundente fue el intento de inculpar a otro implicado. Alonso M. reunió dinero y propuso a un conocido pagar a los presos de la cárcel de Mérida para que declarasen que habían escuchado la confesión de otra persona, en concreto, de uno de los clientes procesados como cómplice. Al tratar de hacer eso el fiscal entendió que el tabernero «había hecho su propia confesión».
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El fiscal también insistió mucho en que el crimen incluía alevosía porque la víctima estaba completamente indefensa y retiró los atenuantes de arrebato y obcecación que había admitido al principio, ya que entendió que el comportamiento del responsable demostraba frialdad y premeditación.
Durante sus conclusiones leyó artículos de periódicos de la época con ejemplos de «barbarie y estupidez» para destacar que la superstición no era una excusa para el sufrimiento que se había causado a la víctima y el miedo que se había provocado en la localidad.
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Pudo curarse
Los abogados de los procesados alegaron que la herida sufrida por Pedro E. no era mortal de necesidad. «Curada convenientemente se hubiera evitado la hemorragia y hubiera sanado en un periodo de tiempo de 15 ó 20 días», aseguraron. Nunca se pudo saber porque la víctima no recibió asistencia durante 24 horas, se quedó inconsciente en la cocina de la taberna y se desangró.
El procesado principal presentó informes médicos por su cuenta que aseguraban que Pedro E. no murió a causa de la agresión, sino debido a una hemorragia que le causó la cura que le realizaron al día siguiente. Ante esto, la Fiscalía volvió a llamar a los que encontraron a la víctima que insistieron en lo grande que era el charco de sangre en el que fue localizado, por lo que hubiese sido imposible que se salvase.
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A pesar de todas las estrategias de la defensa, el jurado fue contundente. Condenó a Alonso M. a 20 años de cárcel. Los dos clientes procesados como cómplices se libraron de la cárcel.
Aunque sorprendente, el caso de este tabernero de La Zarza no es único en Extremadura. A principios del siglo XX hay varios ejemplos de crímenes relacionados con las supersticiones. En los tribunales los denominaban casos de superchería y solía implicar a mujeres de localidades rurales que eran conocidas como hechiceras. En algunos casos la fama era completamente falsa y en otros eran vecinas que preparaban remedios caseros para las enfermedades.
En 1909, de hecho, un vecino de Oliva de la Frontera mató otra residente de esta localidad cortándole el cuello porque le convencieron de que era bruja y le provocaba los ataques de epilepsia que sufría este hombre.
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