El batallón que ha salvado a muchos de nuestros mayores
Los trabajadores de las residencias recuerdan los meses de miedo, las jornadas interminables y el dolor de ver las camas vacías tras una pandemia que ha matado a más de 430 personas que vivían en centros de ancianos de la región
María Teresa Macías ha pasado dos meses y medio durmiendo en una buhardilla. Ha tenido que renunciar a los besos, abrazos y caricias de sus seres queridos por su trabajo en la residencia de mayores de Arroyo de la Luz, uno de los pueblos más afectados por la pandemia en Extremadura. Allí las muertes (20 residentes han fallecido) se han sucedido un día tras otro, pero ella ha seguido en la primera línea, como miles de trabajadores que durante este tiempo han cuidado de nuestros mayores. Enfermeros, auxiliares, terapeutas y limpiadores, entre otros, han luchado contra un virus que ha matado a más de 430 ancianos que vivían en centros de la región. Hoy, cuando echan la vista atrás, lloran al ver las camas vacías y se consuelan con que su esfuerzo ha servido para salvar a muchos.
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En eso piensa María Teresa cuando se levanta cada mañana. Ahora respira más tranquila porque lo peor ya ha pasado. «Los primeros días fueron traumáticos, al principio fue un caos. Muchas compañeras se empezaron a poner malas; llamaban a la gente y no querían venir a trabajar. Las jornadas eran de 14 horas», recuerda. «Hacíamos el trabajo con mucho miedo a lo desconocido, a contagiarte tú y a contagiar a los tuyos», comenta justo antes de entrar a trabajar.
Se encarga de levantar a los ancianos, moverles, lavarles o darles de comer. Son los conocidos como gerocultores, unos profesionales cuyo sueldo varía en función de si la residencia en la que trabajan es privada o pública. En las primeras, aunque suele ser distinto en cada empresa, normalmente no pasan de los 1.100 euros. A eso hay que sumar conceptos como la nocturnidad (1,94 euros la hora, según convenio) y los festivos (18 euros). En las que dependen del Sepad el salario ronda los 1.200 netos con noches incluidas y sin contar trienios. En ese caso, los festivos ascienden a 34 euros.
«Es un trabajo ya de por sí duro, con mucho esfuerzo físico, pero en estos tres meses se ha sumado la impotencia. Hemos tenido que ver cómo no podíamos hacer nada mientras los abuelos se ponían malos y fallecían», dice emocionada María Teresa tras asegurar que ha pasado muchas noches en vela. «Por momentos pensaba que era una pesadilla, he llorado mucho», dice a sus 52 años.
Con ese temor también han luchado sus compañeras, que en ocasiones no han tenido recursos suficientes, tal y como explica Teresa Duque. «Habíamos escuchado lo que estaba pasando en China, pero nunca nos imaginamos que en un pueblo de tan pocos habitantes fuese a suceder algo así», afirma. «Los primeros días estábamos siete para hacer el trabajo de 14 y solo teníamos mascarillas de papel, guantes y batas verdes deterioradas. Entrábamos a las siete de la mañana y salíamos a las siete de la tarde. Fueron jornadas de nervios y mucho cansancio. Luego medicalizaron la residencia y todo fue a mejor», recuerda. «No he estado nunca en una guerra, pero yo creo que lo que hemos vivido se parece bastante», cuenta. «No soy capaz de borrar de mi mente las 20 camas vacías porque los abuelos se han muerto», lamenta esta auxiliar de enfermería que es de Salorino y ha estado 32 días separada de su marido y sus dos hijos. Se contagió y tuvo que aislarse en un piso de Arroyo de la Luz.
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Otros como Sergio Oliva también se infectaron. Él es terapeuta en la residencia Ciudad Jardín de Plasencia. Tras varias semanas aislado ha vuelto a su puesto de trabajo. «Mi objetivo es hacer más independiente a los dependientes a través de la rehabilitación física», explica este joven de 26 años, que se muestra contento por haberse curado y poder volver a un trabajo que le apasiona. «Ahora es más complicado por todos los protocolos de prevención que tenemos que seguir y hay muchos materiales que no puedo utilizar», explica Sergio, que ha vivido su cuarentena con la incertidumbre de no saber si alguno de los mayores a los que cuidaba habían fallecido o estaban pasando la enfermedad.
Encerradas para no contagiar
En otros centros de la región optaron por encerrarse para que el virus no entrara. De ello es consciente Rosa María Robledo, auxiliar de enfermería que además es gobernanta y se encarga de organizar un equipo de más de 20 personas en la residencia Padre Damián, en Plasenzuela. «Hemos tenido la suerte de que no ha habido ningún positivo porque, entre otras cosas, estuvimos confinadas desde el 1 al 26 de abril 11 personas, sobre todo auxiliares, enfermeras, cocineras y limpiadoras», recuerda. «Lo peor ha sido estar sin ver a nuestras familias», cuenta la trabajadora de este centro en el que viven 75 ancianos y que ha sido durante la pandemia un oasis en el desierto. Ni infectados, ni bajas de profesionales por coronavirus.
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Lo confirma Ana Fernández, camarera-limpiadora en la misma residencia. «Evitar que el virus entrara en el centro ha sido duro. No hemos parado de desinfectar cada habitación, pero al menos ahora la sociedad valora nuestro trabajo por primera vez. Hemos recibido muchas felicitaciones y apoyo por parte de los familiares de los mayores», comenta.
«En los inicios solo teníamos mascarillas de papel y el trabajo de 14 teníamos que hacerlo entre siete»
TERESA DUQUE, AUXILIAR DE ENFERMERÍA
«Ha sido duro, no hemos parado de desinfectar, pero al menos ahora la sociedad valora más nuestro trabajo»
ANA FERNÁNDEZ, LIMPIEADORA
«Nuestro día a día requiere mucho esfuerzo físico y en lo emocional también es complicado»
Mª ÁNGELES SAUCEDA, AUXILIAR DE ENFERMERÍA
«Al principio fue traumático, las compañeras se ponían malas, llamaban a la gente pero nadie quería venir a trabajar»
MARÍA TERESA MACÍAS, CUIDADORA
«Estuvimos encerradas en la residencia del 1 al 26 de abril; lo peor ha sido estar sin ver a nuestras familias»
ROSA ROBLEDO, GOBERNANTA
También han tenido la suerte de no luchar directamente contra el coronavirus en la residencia Felipe Trigo de Villanueva de la Serena. María Ángeles Sauceda, de 41 años, trabaja allí como auxiliar de enfermería. «Hemos tenido mucho cuidado en el centro y en casa durante el confinamiento. Aunque no ha entrado el virus hemos vivido con miedo a que se infectara la residencia. Teníamos material, pero se guardaba por si había algún infectado. Todos los días entrábamos a trabajar con la incertidumbre de si ya había algún positivo. Sabíamos que si eso pasaba se podía llevar por delante a la mitad de los residentes», reconoce Sauceda, que cree que su trabajo no se valora lo suficiente. «Nuestro día a día es duro. Hacemos esfuerzo físico y en lo emocional también es complicado».
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Sin embargo, tras la pandemia, María Ángeles tiene la esperanza de que eso cambie. Reconoce que lo piensan ella y sus compañeras. Sin embargo, son conscientes de que «lo más probable es que todo se olvide pronto».
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