Un país que nunca se acaba
Un abuelo que mole mazoTatuados y bronceados. Una infancia con abuelos juveniles y ratones amigos de los gatos
Desde que soy abuelo, he entrado en dos universos nuevos: el de los parques y el de los dibujos animados. En el parque, he descubierto ... el mundo multicolor de los cubos y las palas, pero, sobre todo, me he asombrado al comprobar la modernidad del abuelismo. Los abuelos de ahora no tienen nada que ver con los de antes. Los míos gastaban boina negra capada, lentes tristes, tez pálida, traje negro y camisa blanca. Pero los abuelos del parque, además de la tez bronceada, llevan gafas de colores, tatuajes en el cuello, calvas afeitadas al dos, vaqueros rotos, camisetas de AC/DC, gorras de fantasía y zapatillas de color fucsia.
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Además del look modernísimo, tienen una energía inexplicable y corren con sus nietos, saltan, cantan, ascienden a toboganes y castillos, trepan por escalerillas de cuerda y empujan columpios con fuerza inaudita y destreza juvenil. La mayoría parecen sacados de esos anuncios de agencias de viajes orientados a pensionistas trotamundos y, efectivamente, cuando hablan con otros abuelos, comentan sus viajes a Egipto, a Ciudad de México, a Vietnam… Mientras tanto, sentado en un banco, y también abuelo, sí, pero con gafas oscuras, calva al cero protegida por gorra discreta, pantalón gris y polo aburrido, compongo un gesto que creo interesante, aunque quizás solo sea bobalicón, disimulo mi complejo con un rictus de estar de vuelta de todo, y me hundo en la tristeza de mis excursiones locales: a la Raya, al Alagón, a las Hurdes…
Y sí, es verdad, esos lugares son auténticos y un resort en Punta Cana o un crucero por las islas griegas suenan a masificación y horterada, pero la verdad es que me corroe la envidia: yo también querría ser un abuelo trotamundos y no un señor coherente que prefiere ser viajero a ser turista. ¡Tonterías para resignarse!, reconozco mientras reparo en otro detalle asombroso: la fantástica parafernalia de cubos, palas, carretillas, moldes y rastrillos que alfombra los parques infantiles.
En la zona de juegos, entre la arenilla, refulgen cubos de diferentes colores, tamaños y formas, palas de plástico y silicona, regaderas, carretones, muñecos y muñecas, guerreros, pelotas. ¿Cómo pueden los padres distinguir qué juguete es de cada niño? ¿Qué facultad los adorna para, al llegar la hora de cenar, recogerlo todo en 15 segundos sin equívocos, a pesar de que los cachivaches se repiten y parecen todos iguales? Supongo que los padres modernos han desarrollado un instinto animal nuevo que les permite clasificar palas, cubos y rastrillos en un instante, pero a mí se me antoja milagroso.
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Ya en casa, mi admiración de abuelo se traslada a los dibujos animados. En mi época, los gatos perseguían sin cesar a los 'malditos roedores'. Es verdad que nunca los pillaban, pero no dejaban de intentarlo. Ahora no, nada de eso. Gatos y ratones son colegas, se ayudan los unos a los otros y solo en algunos 'dibus' canallas se quieren poco, pero no crean que es el gato quien persigue y amenaza. Al revés, el ratón es el amo y ayer vi unos dibujos en los que el roedor cogía al minino y lo usaba como casco. ¡Qué falta de respeto!
Mickey Mouse, que lleva dando la lata desde 1928, era antes un ratón aventurero, aunque algo cursi. Ahora sigue siendo cursi, pero se ha convertido en un roedor vigoréxico que, con Minnie, Daisy, Donald, Pluto y Goofy (me los sé todos), hace estiramientos después de cada historieta. Servidor, que nunca hizo estiramientos en clase de Gimnasia, hoy Educación Física, se maravilla mientras mi nieta estira con Mickey y yo valoro si tatuarme el morrillo o rajarme los pantalones para ser un abuelo que mole.
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