OPINIÓN

Nuestra tierra

Jamás he pretendido marcharme de Extremadura; ni siquiera cuando era pequeño, a pesar de que se la critique por no ofrecer las 'oportunidades' que, al parecer, abundan en otras

ENRIQUE FALCÓ

Domingo, 29 de mayo 2011, 02:06

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EN Extremadura todo suele llegar con retraso. Lo bueno y lo malo. Esto último no deja de ser un detalle muy de agradecer. El progreso siempre llega tarde. Ya lo decía el bondadoso Alfredo, amigo, guía y mentor del también inolvidable 'Totó' de la maravillosa 'Cinema Paradiso', de Giuseppe Tornatore. Llega tarde, pero llega. Y así, nuestra tierra ha sufrido injusticias históricas que aún está pagando con alto precio a costa de quienes luchan en ella y por ella. También es cierto que los impactos negativos tardan un poco más en hacerse notar, e incluso me atrevería a afirmar que sus consecuencias son de menor gravedad. Toda España estaba ya sumergida en esa pesadilla que algunos insisten en llamar 'crisis', mientras que aquí parecía que no pasaba nada. Y es que vivir en Extremadura, aunque sin dejar de ser duro, siempre permite disfrutar de los pequeños placeres que la hacen maravillosa. Aunque mi madre, de la que dicen que soy un calco (a pesar de que desde que me puse a engordar como un ceporro hay mucho listo que insiste en que me parezco a mi padre, no te joroba) es de Jerez de los Caballeros, cuna del insigne descubridor Vasco Núñez de Balboa, nunca he experimentado ánimo alguno para emprender aventura hacia lo desconocido. Jamás he pretendido marcharme de mi tierra; ni siquiera cuando era pequeño. «De visita a donde queráis y las veces que sea, pero para vivir me quedo aquí, faltaría más», le comentaba a algunos amigos, quienes deseosos de marcharse a Madrid, Barcelona y demás tierras con 'futuro' no podían comprender mi escasa ambición por quedarme en una tierra tan falta de 'oportunidades'. Cuando mi querido amigo 'Nene' me comentaba, en su primer año de carrera en Madrid, que se metía para el cuerpo una hora de metro al día para llegar a la Universidad, y otra para regresar a su casa, se me caían los palos del sombrajo. O cuando comprobaba en mis carnes, lo que es perder horas del día para cosas en las que habitualmente tardo cinco minutos, en ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla, me repetía a mí mismo: «Esto no es para mí». Algunos quizás puedan tildarme de cateto, o de cómodo, pero siempre me ha gustado vivir en mi pequeña ciudad, Badajoz, que más que un pueblo grande, como muchos la denominan con desprecio, es una capital pequeña. Cáceres me apasiona, y qué decir de Mérida. La vida también es muy agradable, como he comprobado en ciudades como Don Benito y Villanueva de la Serena, Plasencia, Almendralejo, Zafra, Jerez de los Caballeros y tantas localidades extremeñas. Nunca gozarán de mis simpatías aquellos extremeños que, voluntariamente o no, marcharon de esta tierra y ahora la miran con desprecio y la catalogan de tercer mundo, lo que no deja de esconder un desproporcionado complejo de inferioridad. Si los hay que hasta se cambiaron en su día el apellido. (Isabel Gemio se llamaba en Barcelona Isabel Garbí). Y lo que es peor, te miran a ti también con aires de superioridad y cierta condescendencia, lamentando tu suerte y falta de ambición porque preferiste quedarte cómodamente en casa. Pues mire usted, que yo me haya quedado en mi tierra no significa que sea un vago , ni que no luche por ella. En nuestra región siempre ha habido mucho nuevo rico, por consiguiente mucho cateto, que tiene que irse a Madrid a todo, a comprar ropa, como si aquí no hubiera tiendas; al teatro, a pagar por cierto el doble de dinero por obras que se han estrenado en el López de Ayala o en el Gran Teatro, o en busca de excelente profesionales de la medicina, cuando en nuestra región tenemos a algunas de las más altas personalidades en distintas especialidades.

Me siento orgulloso de mi tierra, aunque es cierto que, últimamente, se van perdiendo algunos de esos pequeños placeres: disfrutar de nuestro buen clima y gentes compartiendo una caña o un buen vino, algo que va dejando de ser ejercicio cotidiano para convertirse en casi exclusivo. Con la cantidad de buenos bares y excelentes restaurantes de los que disponemos en nuestra tierra, la precariedad económica que sufrimos nos hace renunciar ya a esa caña después del trabajo con los amigos, o a esas tapitas en los veladores que tan acogedores se ofrecen en los hermosos días de primavera. Nuestra tierra se ahoga, y si no espabilamos, dentro de poco nos convertiremos en auténticos alemanes, del trabajo a casa, de casa al trabajo. Parece mentira que una semana después de las elecciones aún no sepamos quién nos gobernará. Nuestros políticos, ajenos como siempre a nuestra realidad y necesidades, parecen no tener ninguna prisa por ponerse manos a la obra. No se dan cuenta de que los extremeños exigimos que se pongan a trabajar de inmediato para y por Extremadura, para mejorar nuestro nivel de vida, para que todos seamos un poco más felices. Quiero volver a ver mi región repleta de su maravillosa gente en las calles, disfrutando de nuestro clima y paisaje, y no encerrados en sus casas sin un duro y preguntándose cómo pagarán las facturas a final de mes. Quiero que todos aquellos hijos desagradecidos de nuestra tierra se arrepientan un día de hablar de ella con desprecio y envidien la suerte de los que con mayor o menor fortuna la sentimos a diario en nuestros corazones.

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