El esperpento que se vio el pasado jueves en el Congreso durante la votación de la convalidación de la reforma laboral es un reflejo deformado ... de la política de bajura que predomina en el ruedo ibérico. Una política en la que sobran Caínes y celestinas, bandoleros y tahúres, alacranes y chalanes, zotes y zelotes. Una política en la que los 'tejeretazos' han dado paso a los 'tamayazos'. Una política miope y arribista que no ve más allá del siguiente escalón, en la que no importa el qué sino el quién, ni tampoco el cómo sino el para qué. Una política maquiavélica, en fin, que busca poder para tener en vez de tener para poder.
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La reforma laboral, o contrarreforma, de marras está muy lejos de ser la derogación de la de Rajoy prometida por Unidas Podemos (UP). La CEOE sostiene que «mantiene intacto el 95% de la de 2012». El propio Pablo Casado ha llegado a tacharla de «humo». El mismo calificativo ha usado Gabriel Rufián, portavoz de ERC, uno de los grupos que facilitó la investidura de Pedro Sánchez y ha votado en contra de la reforma, al igual que EH Bildu y el PNV.
El timonel del PP parece haber seguido la senda marcada por FAES. La fundación de Aznar admite que el decreto ley «avala la negociación llevada a cabo por la CEOE» ya que se mantienen «los elementos fundamentales de flexibilidad interna en las empresas y consolida dos importantes novedades introducidas por aquella reforma (la de 2012): la reducción del coste del despido y la supresión de los salarios de tramitación». Sin embargo, apostilla: «No puede extrañar, por tanto, que el Partido Popular haya decidido dejar que el Gobierno arregle sus cuentas con ERC, Bildu y PNV, y les convenza si puede».
Por ende, el rechazo del PP no es por su contenido sino por puro tacticismo, para desestabilizar el bloque parlamentario que sostiene al Gobierno y forzar un adelanto electoral cuando soplan a su favor los vientos demoscópicos. Antepone así su interés electoralista al general. El mismo interés que le mueve a agitar el espantajo del pucherazo y a judicializar, una vez más, la política para intentar anular la votación del jueves y enmendar el error del diputado extremeño Alberto Casero.
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Por el contrario, Ciudadanos no ha dudado en avalar la reforma de Sánchez pese a considerarla «muy mejorable» porque ha sido «fruto de un consenso» y para que «los socios nacionalistas del Gobierno no puedan empeorarla». Su respaldo, no obstante, ha sabido a cuerno quemado a los morados y también ha contribuido a agrietar el bloque de la investidura por la animadversión que los naranjas despiertan entre los soberanistas catalanes y vascos y al provocar un cisma entre estos y UP, el pegamento que los unía al PSOE.
Con todo, la nueva reforma laboral podrá gustar más o menos pero es la primera pactada por el Ejecutivo, la patronal y los sindicatos. Y si tiene el beneplácito de los representantes de quienes se verán afectados por ella, empresarios y trabajadores, ¿no debería ser avalada por el Parlamento, sobre todo en momentos de tribulación como los que vivimos? Pero pocos de nuestros políticos actuales parecen estar imbuidos del espíritu de los Pactos de la Moncloa. Una de esos pocos es la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, comunista de carné pero que ha hecho gala de un talante dialogante y pragmático y una visión transversal y pactista de la política que escasean en esta España bipolar en la que, parafraseando a Valle-Inclán, «el mérito no se premia, se premia el robar y el ser sinvergüenza».
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