Es necesario tener el oído atento para escuchar el paisaje sonoro de nuestros días. El paisaje sonoro es el ruido de la calle, el tráfago ... de una avenida, los gritos de los más pequeños en el parque, el ladrido de un perro, el arranque ruidoso de una moto. O es el viento en las hojas de un olmo, en las de un álamo que crece al borde de la ribera; es el canto de un petirrojo defendiendo su territorio o el de un mirlo asustado ante una presencia no deseada. Es el tauteo de un zorro al atardecer. Pero incluso si vivimos en plena ciudad, con el trasiego de sus habitantes, con sus miles de sonidos variados, incluso en este paisaje urbano, podemos escuchar el rumor de la naturaleza.
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A principios de noviembre, Carlos de Hita, técnico de sonido, que lleva cuarenta años grabando los paisajes sonoros de la naturaleza de España, impartió una charla en la Biblioteca Pública de Cáceres en el marco del V Encuentro sobre la Ribera del Marco, bajo el título 'El eco invisible, paisaje sonoro de la ribera'.
Carlos de Hita dijo, entre otras cosas, que «no conocemos un paisaje hasta que no escuchamos su banda sonora. Podemos ver el mar, pero si no escuchamos las olas, no sabemos lo que es el mar.» Así, según sus palabras, la parte acústica del paisaje complementa lo que percibimos con la mirada y nos cuenta la misma historia que los ojos, pero desde el punto de vista de las emociones y los recuerdos. «El paisaje sonoro es el relato que hace la naturaleza de sí misma con sus propias voces».
Con lo que escuché en la charla, he construido el paisaje sonoro de mis días en esta época del año. Mi coro del alba, que transcurre desde antes del amanecer hasta una hora después, comienza siempre con la charla de los estorninos posados sobre las antenas del patio de vecinos.
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A veces se les une el carraspeo de un colirrojo tizón. El coro de día, con la luz del sol iluminando el patio, empieza con el ruido lejano de la circulación en la autovía, y si el viento viene por el oeste se oyen los trenes de la estación, y entonces sé que lloverá. Persianas que se levantan, un coche que arranca en la calle, mis bostezos. Salgo de casa, suena la persiana del supermercado que abre temprano y en el bulevar cercano hay una curruca. Diría que es curruca capirotada porque he visto ejemplares entre las glicinias, donde seguro que anidan en primavera.
En mi centro de trabajo, la mañana no es en absoluto silenciosa. Escucho mi propia voz, también las de los jóvenes, hablan alto, preguntan, se ríen. Mis tardes transcurren ya sin risas de niños, con el sonido del teclado. Y si la suerte me sonríe, en el paisaje sonoro de mis días escucho, a veces, el ulular lejano y misterioso de un cárabo, quizás sobre un olmo cuyas hojas mece el aire de la noche.
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