DIARIO DE FRONTERAS

Manual práctico del fútbol que no importa

Javier Cruces

Viernes, 5 de diciembre 2025, 01:00

Cuando tenía diez años, para ser popular había que jugar al fútbol. En mi casa debieron entenderlo al revés porque pagaron una mensualidad en la ... escuela de música de Azuaga. Mientras los chavales aprendían a gritarse en el Estadio Municipal, yo me encerraba en una clase con un atril y una tuba que hacía desaparecer al niño que había detrás. No encontraba el sentido de soplar aquel mamotreto: nadie se hacía famoso con una tuba. Por entonces emitían 'Lluvia de estrellas', con Bertín Osborne, y todo el mundo sabía que la fama venía en guitarra; con seis cuerdas llegaban los lujos, los aplausos y —según decían— las mujeres. No sé si con diez años me interesaban ya, pero estaba peligrosamente cerca. Un día volvía a casa arrastrando el armatoste, y confirmé que, además de la supervivencia genética, reírse de tu hijo debía de ser una razón perfectamente aceptable para tener uno.

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Mi madre, que siempre ha sido mejor persona que yo, terminó comprándome unas botas y llevándome al Azuaga. La tienda estaba empapelada con pósteres de jugadores de toda la primera división. El dependiente nos sacó del almacén unas Joma blanquinegras con la firma de Alfonso y abrió la caja apartando el papel con el mimo de quien desvela las joyas de Eugenia de Montijo, como si el mismísimo Alfonso Pérez hubiese hecho escala en Azuaga solo para firmarlas y seguir rumbo a Getafe tras su fichaje. Preguntó entonces, muy seria, si unas botas garabateadas harían que su hijo metiera más goles y quién era exactamente «el Alfonso ese». Yo bajé la cabeza y solté, como un imbécil pequeño: «Mamá, por favor, el del Betis». Con todo, salí de la tienda sintiendo que, aunque fuera un milímetro, esas botas me acercaban al resto.

Al día siguiente las estrené con la sensación de haber sido ascendido en la jerarquía infantil, aunque fuera por los pies. En los recreos, cuando tocaba elegir jugador favorito, todos decían Raúl o Rivaldo. Yo respondía «Alfonso» con solemnidad, para fingir que dominaba la cosa deportiva y que esas botas eran una elección mía, fruto de ver fútbol en Canal+ sin parar, y no el gesto tierno de mi madre intentando que encajara un poco mejor.

Mi mayor logro en el fútbol llegó el día en que mis botas fueron titulares y yo suplente. El entrenador se las prestó al bueno, que había olvidado las suyas, y yo me quedé mirando desde el banquillo cómo mis botas disfrutaban de mi carrera deportiva. A partir de ahí entendí mi papel en el fútbol. Acabé de portero en las pachangas, que es donde terminan los que creen que ponerse delante de un balón a cien por hora es una forma razonable de socializar. Paré uno de veinte, lo justo para que no me echaran de la pandilla. Con el tiempo entendí que en el fútbol amateur los partidos se resolvían en la última cerveza, no en el campo. Lo demás eran ilusiones y unas botas que, para entonces, ya no eran mías. El hijoputa aquel se las llevó a su casa y no me las devolvió.

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