El espejo cóncavo

Los espejos cóncavos

Ver a otros proclamarse victoriosos nos recuerda que cumplir los sueños de la juventud no es una gesta inalcanzable

Carmen Clara Balmaseda

Jueves, 30 de mayo 2024, 08:30

Con frecuencia nos decepcionamos si nuestros ídolos no están a la altura de nuestras expectativas. Esa sensación tuve cuando Rafa Nadal fue eliminado en primera ... ronda de Roland Garros. Al menos para mí, que crecí con el tenista balear como modelo a seguir, fue una gran desilusión; aunque, al fin y al cabo, la idea de que pudiera volver a ganar en París no era más que una fantasía que nunca creí realmente posible. Nada comparado con lo que sentí cuando cayó ante el único rival que no tiende la mano en señal de respeto al final del partido: el dinero saudí.

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Con el despecho en plena ebullición, decidí renegar de él, y en ese rencor estuve pertrechada hasta que, de pronto, me encontré de nuevo pegada al televisor para ver su debut en el Conde de Godó; y, poco después, haciendo todo tipo de cábalas para plantarme en el Mutua Madrid Open. La cosa podría haber acabado ahí, pero, no contenta con semejante alarde de cinismo, cuando la Diputación de Badajoz me entregó hace unos días el premio 'Tinta y Pluma' por mi segunda novela, solo se me ocurrió decir: «Hazme una foto mordiendo el trofeo, como Rafa Nadal».

La verdad es que la vulneración de los derechos humanos nos parece algo indignante y repulsivo, pero a veces da la sensación de que la pérdida de nuestros ídolos nos afecta aún más. ¿Por qué nos costará tanto devolver la humanidad a quienes endiosamos? Necesitamos ver a la Fiera alzar la Copa de los Mosqueteros como en la Edad Media necesitaban oír la historia del triunfo del Cid en Valencia. ¿Será que nos devuelven la esperanza que nos robó la monotonía? ¿Es acaso la admiración el único sentimiento capaz de reencontrarnos con la infancia perdida? Ver a otros proclamarse victoriosos nos recuerda que cumplir los sueños de la juventud no es una gesta inalcanzable. Es esa la promesa que encierran las hazañas de nuestros héroes, la de que cualquiera puede encarnar los valores admirados por la colectividad; y por esa promesa renegaríamos incluso de nuestros principios.

Pero quizá no haga falta profundizar tanto, quizá sea simplemente que no podemos cambiar de pasión, que decían en 'El secreto de sus ojos', como tampoco podemos cambiar la tendencia a buscar un espejo en el que mirarnos. Y da igual a qué adalid encomendemos nuestra devoción, porque mi ídolo se llamaba Rafa Nadal, pero también podría haberse llamado Karim Benzema, J. K. Rowling o Woody Allen, nombres ninguno exento de polémicas que se olvidan a conveniencia. Y en ese engaño autoinducido, nos conformamos con disfrutar, de vez en cuando, con la emoción de presenciar legados que, como el de los paladines de nuestra tradición, tienen mucho más de valor legendario que de histórico. Al menos hasta que la verdad asome y los héroes vuelvan a degenerar en pícaros. En fin, tampoco puede decirse que nos haya caído de sorpresa. Ya nos advirtió Valle-Inclán de lo que ocurre cuando los héroes clásicos se reflejan en los espejos cóncavos.

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