Luisa descubre el escaparate de su tienda cada día a las diez de la mañana en punto. El ruido metálico de la persiana anuncia el ... inicio de la nueva jornada laboral, pero también supone una señal inconfundible para ubicarla en el tiempo y el espacio. Es consciente de que pocos minutos después, puede aparecer una silueta de sobra conocida y detenerse frente al escaparate. Ha sucedido en más de una ocasión. No entra, ni habla. Solo mira unos instantes, lo justo para que un escalofrío recorra todo su cuerpo. Ignora la orden de alejamiento que pesa sobre él, imponiendo su presencia amenazante.
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A varios kilómetros de allí, María abre su peluquería. El sonido de sus tijeras deja de ser el de la rutina para convertirse en latidos de ansiedad cuando entra el padre de sus criaturas. No tiene cita, jamás la pide. Se acomoda en el pequeño sofá que hay en la zona de espera, y permanece impasible, observándola. Nunca lo ha denunciado. Aguanta la humillación silenciosa, calculada, a la que la somete. Sospecha que si le echa, la violencia tantas veces vivida estallará fuera, cuando nadie pueda verlos.
Estos son dos casos de los miles que existen y que reflejan una realidad muy poco visible. Las mujeres autónomas que sufren violencia de género viven atrapadas y su trampa es su propio negocio. Las actividades que gerencian se encuentran perfectamente localizadas, accesibles y con horarios predecibles, lo que incrementa su vulnerabilidad. Es paradójico que lo que les aporta independencia económica suponga la tela de araña que las oprime. Y es que aquello que construyeron con mucha ilusión y esfuerzo se convierte en un espacio de control y riesgo.
La mayoría de estas mujeres no se pueden permitir el lujo de cerrar sus negocios. No tienen personal asalariado ni ingresos alternativos, necesitan continuar. Atienden a su clientela con profesionalidad, tratando de sonreír e intentando obviar la amenaza que pesa sobre ellas. Se tragan el miedo, y conviven con la angustia de las agresiones que padecen.
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No pretendo, de ninguna forma, establecer categorías entre víctimas por su condición laboral. Todas las mujeres merecen la misma atención e idéntica protección. Precisamente por ello es imprescindible que se atienda a las circunstancias personales y profesionales de cada una. Las autónomas con un negocio abierto al público están expuestas de forma inevitable y sometidas a un peligro que no se tiene en cuenta lo que se debiera. Ellas no pueden pedir traslados, bajas prolongadas sin acabar perdiendo su clientela y, dependiendo del sector al que se dediquen, tampoco teletrabajar.
Necesitamos que exista sensibilidad hacia estos escenarios distintos y que se articulen medidas efectivas, sobre todo de carácter económico, para que las que lo requieran puedan contratar a alguien que las sustituya y no verse obligadas al cierre.
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La violencia es cruel, además de letal, y se alimenta del silencio y la falta de acción. Nunca podremos progresar si existen mujeres con su libertad secuestrada y sintiendo que trabajar es sinónimo de miedo, cuando no de muerte.
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