La mercantilización de la fiesta

EL ZURDO ·

Antonio Chacón

Badajoz

Domingo, 11 de febrero 2024, 07:57

El Carnaval es la fiesta por antonomasia, un paréntesis de permisividad y frenesí antes de la Cuaresma incluso en nuestra secularizada sociedad, pues sigue siendo ... un receso en nuestra dieta cotidiana de sinsabores, duelos y quebrantos, una vía de escape en nuestro mundo acelerado. Un mundo en el que, según el diagnóstico de Hartmut Rosa, vivimos en una «estabilidad dinámica», que nos obliga a correr cada vez más, a producir cada vez más, a consumir cada vez más, aun a costa de vivir alienados, para evitar que el sistema se derrumbe, como si trotáramos en una cinta en continuo movimiento o fuéramos en bici: si paramos, nos caemos.

Publicidad

La resonancia es el antídoto que receta el pensador alemán contra la aceleración, es sentir como si vibrara una cuerda en nuestro interior, y solo es posible con confianza y tiempo y sin miedo. «No es algo que esté en mí, sino entre nosotros. No es un estado emocional, sino una forma de relación», matiza. ¿Cómo sabemos si se produce la resonancia? Si se dan cuatro elementos, detalla Rosa: «Primero, que el sujeto se sienta tocado, conmovido por otro. Lo llamo afecto. El segundo lo llamo emoción: 'e-movere' en latín, moverse hacia fuera. Me abro a los sonidos, a las ideas, a las personas, a los lugares. El tercer elemento es la transformación: con esta conexión cambio yo y cambia aquello con lo que estoy en contacto. Y el cuarto es la indisponibilidad: no se puede garantizar la resonancia, a veces ocurre y a veces no, y no sabemos cuál será el resultado ni cuánto durará».

Eso sí, no hay que confundir resonancia con cámara de eco, que es lo que produce el fanatismo, aclara Rosa. El fanático solo sigue ciegamente una idea y a un líder, cuya voz es la única que se oye, el resto es silenciado. En cambio, la resonancia consiste en escuchar y responder a los otros.

La fiesta es una pausa en la carrera de ratas en la que estamos inmersos, un momento para la resonancia, es decir, para frenar y conectar con la vida, con nuestro entorno y con los demás; para abrirse a lo imprevisto, vibrar, dejarse llevar por la locura espontánea del Sombrerero y romper a mazazos ese reloj de bolsillo que miramos siempre apresurados cual conejos blancos.

Publicidad

El problema es que la visión de la fiesta «hoy está sesgada y plagada de concepciones cortoplacistas e individualistas», como advierte Luis Alfonso Iglesias Huelga, autor de 'El país era una fiesta'. Este poeta y profesor de Filosofía sostiene, en línea con el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, que la fiesta tiene que ser un elemento básico de cohesión social, construir comunidad, pero «se ha constituido en un fin en sí misma y no con el sentido de instrumento aglutinador». Se ha mercantilizado. «A la fiesta se va para consumirla compulsivamente, como hacemos con cualquier otro elemento de consumo de la economía de mercado. Y eso es la antítesis de la libertad. No puede haber libertad en el descontrol, el griterío, el exhibicionismo infantil», explica.

Iglesias Huelga busca con su libro refutar la idea de que no puede haber fiesta sin ruido, voracidad consumista, exacerbación de las peores emociones, narcisismo o hedonismo insolidario. En su opinión, lo más importante sería no identificar la fiesta tan solo como descanso laboral, sino también con cosas más sencillas y necesarias como dedicar tiempo a los otros, contemplar, callar, escuchar, curiosear, imaginar, seducir… En definitiva, para Iglesias Huelga, reconocer al otro y reconocernos en el otro debe ser la verdadera fiesta. O, como diría Rosa, lograr que el otro nos haga vibrar, resonar.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes sólo 1€

Publicidad