Hanna Arendt acuñó la expresión «la banalidad del mal» para explicar que el mal puede ser obra de «personas normales» que, por ambición, interés, miedo ... o coacción, renuncian a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos y se limitan a dejarse arrastrar por su entorno. La filósofa judía llegó a esa conclusión tras estudiar el comportamiento del alto oficial de la SS Adolf Eichmann, arquitecto del holocausto, durante el juicio en el que fue condenado a muerte en Israel en 1961. Para Arendt, el jerarca nazi no era un monstruo, sino un hombre común, un diligente y arribista burócrata al servicio de un régimen criminal que cumplió con lo que creía su deber.
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La tesis de Arendt fue, en cierta manera, confirmada por experimentos como el de la ficticia cárcel de Stanford en 1971, liderado por el psicólogo Philip Zimbardo, aunque acabó yéndosele de las manos. Zimbardo reclutó a 24 estudiantes distribuidos aleatoriamente en dos grupos: uno de guardias y otro de presos. A medida que el experimento avanzaba, muchos guardias se volvían más crueles, hasta el punto de que fue cancelado anticipadamente. Este discutido estudio puso de manifiesto que una «buena persona» puede llegar a actuar con maldad o de manera inmoral influida por el entorno, las circunstancias o su rol social.
Pero si gentes corrientes pueden cometer males por acción, aún son más las que los cometen por omisión, las que practican lo que me atrevo a calificar de mal pasivo, es decir, aquellas que guardan silencio ante las atrocidades de otros, convirtiéndose así en cómplices.
El viernes se estrenó en España una premiada película que aún no he visto pero que por las reseñas que he leído refleja bien esa banalidad del mal de la que hablaba Arendt, 'La zona de interés', adaptación libre, dirigida por Jonathan Glazer, de la novela homónima de Martin Amis. Si en la novela Amis fantasea con un comandante de Auschwitz ficticio, Glazer rebautiza a su personaje como el auténtico responsable del campo de exterminio, Rudolf Höss, y retrata su vida cotidiana y familiar, sus acciones banales, mientras de fondo se oye, pero no se ve, el horror del genocidio (los sonidos de las armas, los gritos angustiados de las víctimas...), un horror que aquella familia alemana (como otras muchas) asumieron como lo normal.
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Glazer ha explicado que ha pretendido con su film que nos reconozcamos en el perpetrador, que recordemos las atrocidades que, como seres humanos, somos capaces de cometer o permitir que se cometan. De hecho, para la película habló con el director del Museo Estatal de Auschwitz, quien analiza lo peligrosa que es la pasividad humana y «cómo ser pasivo es una elección».
Glazer cita la obra de Jacqueline Rose 'Women in Dark Times', donde se cuenta que una mujer escribió una carta a la comisión para la verdad y la reconciliación celebrada en Sudáfrica tras el 'apartheid' en la que pedía amnistía por su crimen. Cuando le preguntaron cuál había sido, dijo: «No hacer nada». Como recalca Glazer, ese es el problema, «el hecho de que no hacemos nada, así es como crecen estos horribles horrores y eso está en el aire en este momento y es aterrador».
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Ese es el mal pasivo que perpetramos cuando miramos hacia otro lado ante el sufrimiento de los inmigrantes que llegan a nuestras costas, ante el vecino que agrede a su mujer o ante los crímenes de guerra cometidos en Gaza por Israel, un ejemplo de como la víctima puede convertirse en verdugo, porque todos llevamos dentro el bien y el mal y, al final, en nuestra mano está elegir hacer uno u otro, pese al entorno y las circunstancias.
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