Concluye una Semana Santa más en una época de la que se dice que es cada vez más nihilista, es decir, en la que no ... hay nada en lo que creer, en la que no hay grandes valores o ideas que guíen nuestra vida porque sus principales constructoras, las grandes religiones e ideologías, están en crisis desde que Nietzsche, el filósofo del nihilismo por antonomasia, mató a Dios. «El cristianismo es platonismo para el 'pueblo'», afirma el polémico filósofo alemán en su obra 'Más allá del bien y del mal', en la que sostiene que la religión tiene la función de crear una visión del mundo que puede ser utilizada para guiar y regular a las masas y, por ende, para mantener el poder.
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La muerte de Dios supone la constatación de que valores supremos como el Bien, la Verdad o la Justicia son meras ilusiones, constructos más que de la voluntad de poder, de la voluntad del poder. La consecuencia es la propagación de un relativismo moral. Más que no en creer en nada, creemos de todo, y al no haber ni valores ni verdades absolutas, los valores y verdades imperantes son los que imponga el poder de turno. Así en el mundo actual más que indiferencia hay crecientes diferencias, lo que genera conflictos que cada vez más se resuelven a través de la competencia y la violencia en lugar de con el diálogo. Frente al nihilismo creciente han surgido dos reacciones. Una espiritual y otra integrista. Ambas son intentos de combatir el vacío de la existencia, aunque desde posturas casi antagónicas.
La respuesta espiritual se inició en los años 60 de la mano de los 'hippies'. Según Jonathan Rowson, autor de 'Revitalizando la espiritualidad para afrontar los retos del siglo XXI', «la mayor parte de la gente se autodefine como espiritual sin saber qué significa eso exactamente». De ahí el creciente interés por el yoga, la meditación, las terapias alternativas o el turismo espiritual (hacer el Camino de Santiago, viajar al Tíbet o a centros budistas como el proyectado en Cáceres…). No obstante, esta sed de espiritualidad ha degenerado en un enorme negocio y ha acabado centrándose más en el individuo que en la sociedad. Dice el escritor y sacerdote Pablo D'Ors que la finalidad de la espiritualidad es la armonía personal y la paz social. «Si una espiritualidad no conduce a la compasión no es verdadera espiritualidad, sino simple aristocracia interior».
La otra respuesta al nihilismo es el fanatismo, que D'Ors define como «la caricatura de la religión, su extremo más patético y peligroso». «Crecen los fanatismos, en todas las religiones, también en la cristiana. Ser fanático significa haber renunciado al diálogo entre el mundo y Dios, haber optado por un falso Dios y haber abandonado el mundo. El fanatismo está en un extremo y el secularismo (la abolición de la espiritualidad) en el otro», advierte. ¿Cabe recuperar una vía media entre los extremos espiritualistas o materialistas? Para D'Ors la respuesta es la cultura. «La religión es cultura», podremos no ser confesionalmente cristianos, pero sí culturalmente cristianos.
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Otro teólogo heterodoxo, Hans Küng, propone una ética universal construida sobre la regla de oro que comparten las grandes religiones: tanto en su versión negativa («no hagas a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti»), como positiva («trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti»). Porque, según Küng, «no hay paz entre las naciones sin paz entre las religiones; no hay paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; no hay diálogo entre las religiones sin normas globales éticas; no hay supervivencia de nuestro globo sin una ética global, sin una ética universal». En definitiva, no se puede construir la paz de la nada. Me temo que no le estamos haciendo caso.
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