De un tiempo a esta parte, la historia se ha convertido en objeto al servicio del poder, de partidos políticos que pretenden escribir, o mejor ... dicho, reescribir nuestra historia reciente al más puro estilo orwelliano.
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Las leyes de memoria, aprobadas por la izquierda y mantenidas por el Partido Popular, han supuesto la creación de una historia oficial que se ha sustanciado en la Ley de Memoria Histórica y reafirmado en la Ley de Memoria Democrática.
El balance de estas leyes, como cualquier normativa que intenta imponer un relato ideológico del pasado, es un balance de división, desacuerdo y enfrentamiento, pues esta legislación establece una verdad única que, aunque ni cierta ni rigurosa, lo que genera es una inmensa confrontación no recordada desde tiempos anteriores a nuestra transición.
Las leyes de memoria enfrentan porque se basan en la falsificación histórica, en la imposición del relato ficticio, relegando al olvido gran parte de la realidad histórica vivida por otros tantos.
¿Se puede vivir sobre una mentira? Parece que así piensan quienes han aprobado y mantenido estas leyes que lo único que llevan en sus líneas es una renovada damnatio memoriae.
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La damnatio memoriae es una práctica milenaria, ya existente en la antigua Roma, donde el recuerdo de un enemigo del Estado era condenado a su desaparición. Consistía en la eliminación de todo lo que recordase al enemigo de turno, desde imágenes o monumentos hasta su propio nombre. Domiciano, Publio Septimio Geta y Maximiano sufrieron oficialmente esta práctica.
Más cercano en el tiempo, tenemos el ejemplo de la Unión Soviética de Stalin, quien desde 1934 hasta 1953 tuvo por costumbre aplicar la condena a la memoria contra los enemigos políticos, eliminando sus nombres de la prensa, libros y cualquier registro histórico. ¿Quién no ha visto en cualquier libro las fotografías retocadas del líder soviético? Trotsky, Bujarin o Zinoviev fueron alguna de las víctimas.
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Tal es el contenido sesgado, sectario y erróneo de las leyes de memoria impuestas a los ciudadanos españoles. Si a este ingrediente añadimos una educación vacía y carente de mérito, obtenemos el cóctel perfecto para la perpetración de la izquierda en el poder.
Pese a todo, y en contra de los elementos, quedamos algunos locos que defenderemos a capa y espada la verdad frente al nimio relato impuesto por la izquierda. ¿Creen ustedes legítimo que el poder político decida qué es verdad y qué es mentira? Desde luego, el que esto escribe, no.
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