Dios. Una de las escenas en el Teatro Romano del montaje 'Cayo César', el emperador que se creía un dios. J.M. ROMERO

Una conspiración al compás del piano

'Cayo César'. Gran parte de la obra transcurre en la orchestra, a los pies de los espectadores; el pianista Abraham Samino marca el ritmo y la muerte se expresa a cámara lenta

Antonio Gilgado

Badajoz

Jueves, 13 de agosto 2020, 21:26

Noche de perseidas en el Romano que se rompe con la iluminación de las gradas. Los asientos se pueblan de forma ordenada. Salteando huecos. Espacio libre entre espectadores y lonas rojas para separar.

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Las luces se apagan y deja un escenario casi desnudo. Tres árboles pelados de hojas y un trono de madera verde chillón. En la esquina izquierda suenan los primeros acordes de un piano iluminado por un círculo verde.

El niño prodigio de Mérida que estuvo en Salzburgo se ha hecho mayor. No para en toda la función. Marca el ritmo y la intensidad del relato. Un pianista puede ser el mejor actor de reparto.

En la escena un emperador que no parece emperador. Nada de largas túnicas y togas. Viste con pantalones y blusa. Desprendido de lujo.

Se pega varias carreras sobre la arena. Figura atlética para este emperador con el alma podrida que se creía un dios y se comparaba con Júpiter. Todo en él resulta histriónico. Habla, ríe y calla como un loco.

El pianista (Samino) y el loco (Juan Carlos Tirado) cargan con un espectáculo teatral envuelto en una atmósfera de los clásicos de siempre. Escenografía sobria, juego de luces para mover a los personajes en el tiempo y un continuo trasiego de secundarios que entran por los cuatro accesos a la orchestra. Allí, bajo el escenario, transcurre gran parte de la trama.

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Una boda, una conspiración de senadores y patricios, un asesinato a los pies de los espectadores... El escenario se ensancha, las luces cambian de color y Samino sigue al piano. El cuadro de senadores se mueve al unísono.

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Imagen. Danza. Parte de los senadores y patricios que acompañan al César en la obra. J.M. Romero

Hasta visten igual para no diferenciarse unos de otros. Hablan de aspiraciones políticas, de gobernantes de paja, de una república soñada o de un Senado que blinde los intereses de las élites. Nada nuevo bajo el sol.

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Y en este particular retrato de la Roma del año 41 la muerte se expresa a cámara lenta. Estética de danza. Movimientos acompasados con música para recrear el final de la existencia.

Inconfundible en el texto la impronta de Agustín Muñoz Sanz. El guion del médico y escritor de Valle de la Serena rezuma pasión por la cultura clásica.

Desfilan reflexiones de Virgilio, Homero, Platón o Aristóteles. Un solo acto en el que se habla de la locura como la virtud de los elegidos. «Los que se creen cuerdos son los incapaces, los reprimidos ¿Acaso fue tachado de loco Hércules por matar a sus hijos?» Filosofía servida en dosis de teatro en boca de un Cayo César que mantiene la energía del primer minuto hasta el final, y de un pianista que cuando para después de hora y media de función es como si de repente el Teatro se hubiera quedado mudo. Entonces se encienden las luces y suena el primer y último aplauso de la noche, que se prolonga durante varios minutos.

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Iluminación. Juan Carlos Tirado, protagonista de la obra. J.M. ROMERO
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