Cómplices de café y librería
Novelas y confidencias. Si no hubiera libreros de barrio, las ciudades perderían su esencia
Cuando voy a El Buscón, aviso en casa de que llegaré tarde. El Buscón es mi librería de cabecera, lo que quiere decir que charlo ... mucho y compro poco. Antonio, el librero, es como esas secciones de algunos suplementos culturales donde te informan de libros que se publican, escritores que cambian de editorial y múltiples anécdotas del mundillo literario. El Buscón es como las reboticas de antaño o las tertulias de casino, de café romántico, de banco de parque donde se encuentran los amigos y se hacen confidencias, solo que en este caso son literarias.
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El Buscón queda a cien metros de mi casa y Agúndez, otra librería de toda la vida, también. Con Agúndez coincido a veces en El Rincón de Julio y charlamos de la vida, de las ferias del libro y de la jubilación porque su librería papelería era la más antigua de Cáceres y cerró justamente el lunes. Agúndez se ha jubilado y ha dejado libre el decanato librero cacereño.
Ya he contado cómo me he convertido en un señor de barrio. Al jubilarme de la enseñanza, descubrí que vivo en un barrio extraordinario donde abundan las carnicerías, las charcuterías, las droguerías, los supermercados, las fruterías, los bares de clientela fija y las librerías. A cinco minutos de casa, puedo comprar bacalao y periódicos, tengo la consulta del podólogo, mi entrenadora de gimnasia y el bar de Mío Papi, un señor colombiano que atiende la terraza mañanera más fresquita y sombreada de Cáceres.
Esta pasión de barrio es algo peligrosa porque limita demasiado. Solo me aventuro más allá de las calles Reyes Huertas y Sánchez Manzano, mi frontera particular, si voy a ver a mi madre, si he quedado para hacer alguna entrevista con «gente que interesa» o si he de realizar gestiones administrativas. Este año no he visto ni una procesión, ni un concierto del Womad, ni una cabalgata, ni una atracción de feria, ni una obra del festival de teatro. Sin embargo, no me siento fuera de juego y tengo la impresión de que no me he perdido nada verdaderamente trascendente.
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Los lectores saben por dónde me muevo y vienen a El Rincón de Julio a traerme información que pide a gritos un artículo: desde unas sentencias sobre las moscas cojoneras dictadas por un juez gallego hasta unos folletos de Carrefour escritos en catalán que han buzoneado por Cáceres. También hay clientes de El Buscón y lectores de HOY que pasan por la librería y me ruegan que escriba sobre temas municipales que les preocupan sobremanera.
Hace unas semanas, una señora me comentó indignada que en Cáceres había mucha preocupación por la inclusión y la accesibilidad, pero pasaban de los alérgicos. «Es que no podemos salir a la calle, tienen la manía de plantar olivos, no cortan las gramíneas y lo pasamos fatal», se quejaba mientras compraba un par de libros. La semana pasada, me la encontré en la cafetería del hotel Alcántara, donde hago las entrevistas a «gente que interesa», y reconoció aliviada que ya estaban desbrozando. Un poco tarde.
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Fue también en El Buscón donde un señor se quejó amargamente de que los concejales no pasean por Cáceres. «Si lo hicieran, se darían cuenta de que las ramas de los árboles están muy bajas y te arañan la cara. Además, hay mucha baldosa suelta y si llueve, te pones perdido», denunció rogándome que me hiciera eco de su queja, autorizándome a dar su nombre: «Me llamo Javier Castillo, como el escritor», y reconociendo las cosas buenas del ayuntamiento: «Las cacas de perro se ven menos». Y así, entre libros, cafés y confidentes, vamos soportando el verano, intentando que la anécdota de barrio trascienda de lo local a lo universal.
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