Antes de nada, vamos a pedirle permiso para usar su título al muy ilustre autor de maravillosos relatos de esto, aquello y lo de más allá. Y por supuesto, relatos de caza. Iván Turgueniev escribió hace ya la «intemerata» de años un librito precioso que por aquí se titula 'Memorias de un cazador'. Pues con la venia, don Iván. Déjenos que empleemos, humildemente, su título. Muchas gracias. Vamos a ello.
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La primera entrega la hemos titulado 'El baúl', y habrá que explicar por qué. No sé si «mis amigos cazadores» estarán de acuerdo o no. Yo creo que la caza es una cuestión genética. Es decir, que hay un gen que se hereda, o no se hereda. De modo que un padre cazador puede engendrar hijos cazadores o no. Muy fácil: he aquí el ejemplo. Mi padre cazador engendró dos hijos. Mi hermano mayor, ni por asomo, heredó la afición; y aquí, servidor de ustedes, no ve más que un punto de mira barzoneando por todas las cosas. La vida urbana me pone triste y melancólico. Si estoy en el campo, revivo. Y si llevo la escopeta en los brazos, para qué te cuento. Pero ¿cuándo empezó todo?
En la casa familiar paterna y materna había un pasillo oscuro (tenía una bombilla) que llevaba a una bodega en la que había tinajas enormes que en ciertos meses del año contenían el preciado líquido que tanto gustaba a Lázaro: «que hecho al vino, moría por él». En un rincón había un baúl sobre unas «burras» de madera. Sobre el baúl descansaban una funda de escopeta, una mochila y una canana. El infante, que era yo, de vez en cuando entraba en la bodega, encendía la luz y se quedaba mirando el baúl con aquellos apechusques.
Había días en que sobre el baúl no había nada y al atardecer regresaba mi padre de sus cacerías con la mochila en la espalda, la canana en la cintura y la escopeta enfundada en la mano. Conejos, perdices, liebres sobre una lancha del alcabor de la cocina. Yo, absorto mirándolo todo y ansioso porque me contara las peripecias de su jornada cinegética. Luego, tras el acicale y la cena, mi señor padre cogía los enseres, los llevaba a la bodega y los depositaba encima del baúl.
Yo, los días siguientes, lo dicho. Entraba de vez en cuando en la bodega, me acercaba al baúl y tocaba la escopeta enfundada, la mochila y la canana. Y lo que es definitivo: olía el monte, el agua de los arroyos, el vaho de los perros, el sentido de la caza. Allí, par de aquel baúl, empezó todo.
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