Tararea siempre, como una compulsión. Tararea para sí mismo o en alto, con una obsesión que le lleva a imaginar un mundo en el que ... todos se comunicaran mediante melodías que brotarían inevitablemente al saludar, al discutir, al alcanzar el orgasmo. En el mercado sonarían orfeones de fruta fresca; en los juzgados, arias airadas, y en los noticiarios, misereres desafinados. Las calles estarían llenas de gentes que caminarían cantando según su estado de ánimo sin temor a que las señalaran. Nadie se sentiría raro por cantar sin motivo, igual que nadie se siente extraño por hablar tonterías. No existirían los silencios incómodos, sólo las pausas entre fraseos. En ese mundo imaginario, la música no sería imprescindible pero sí inevitable, como la risa y el llanto, y él no tendría que tararear siempre por temor a que, si se calla, el mundo le suene tan desafinado como suena en realidad.
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