Los jornaleros extremeños temen pagar la crisis del campo
Los eventuales agrarios sospechan que el descenso de peonadas solo sirva para acallar su incorporación al salario mínimo
A la última ficha del dominó la tumba la penúltima. José Vicente Blázquez trabaja ahora en el entresaque en Valdivia. Limpiar las ramas para que el árbol no se cargue de nectarinas. Nueve meses en el tajo. El resto, sobrevivir con el subsidio agrario. Una humillación para él. «Yo lo eliminaría. Es indigno para los trabajadores».
José Luis Sanjuán ha pasado las últimas semanas podando cerca de Badajoz. Treinta años como jornalero desde que debutó en la vendimia francesa. Ve las peonadas como una limosna. «Una forma de no resolver el problema de verdad». Nadia Ruiz gobierna en Acedera. Un pueblo de regadío cerca de Villanueva, en el corazón de las Vegas Altas. En la alcaldía se cuela la preocupación de muchas familias que arrancan frutales para no arruinarse. Si los agricultores no ganan dinero los jornaleros se quedan en casa.
El Ayuntamiento trata de dar peonadas contratándolos fuera de campaña. «Quince días al año no resuelven nada a nadie, es un aguinaldo».
Más de sesenta mil peones agrícolas de la región ocupan el último escalón del sector agrario. Esperando un convenio hace más de un año y no lo tendrán hasta mediados de éste como pronto.
La incorporación del salario mínimo se ha convertido en un campo minado para los que contratan.
Los asalariados temen ahora que con los propietarios en pie de guerra la posibilidad se diluya por completo.
Algunos discursos políticos no invitan precisamente al optimismo. Ven en la bajada de peonadas para el subsidio un parche. Una cortina de humo. «Nada es casual», dice Sanjuán. «¿Quién pide ahora una subida de sueldo, más inspecciones y cambiar la ley para que no puedan tenernos un mes dados de alta y luego solo pagar la cotización por cinco días?».
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Esas mismas preguntas y con la misma respuesta se hace su compañero de Valdivia. Los dos conocen desde hace tiempo un entorno en el que campa a sus anchas el fraude. Conocen a peones que compran peonadas y no trabajan y a empresarios que se valen de los veinte días que tienen para comunicar las jornadas a la Seguridad Social y falsean siempre a la baja los días reales trabajados. «Cualquiera que conozca un poco esto sabe que la solución no son treinta y cinco o veinte peonadas, sino más inspectores vigilando las condiciones de trabajo y una norma más efectiva».
Los representantes sindicales que pelean por el convenio apelan al reciente informe del relator de la ONU para la pobreza en el que deja claro que la falta de supervisión de los trabajos agrícolas está generando chabolismo y semiesclavitud intolerables en la cuarta economía de la zona euro.
«Siempre hemos sido los olvidados», lamenta Sanjuán.
Los peones agrarios pagan su propio sello. 120 euros al mes durante todo el año que les da derecho a percibir durante seis meses un subsidio de 426 euros siempre y cuando acrediten que han trabajado al menos 20 días (antes 35). Para garantizarles algunos ingresos fuera de campaña, los ayuntamientos pueden contratarles durante quince días para obras menores o de mantenimiento de los fondos Aepsa.
Pero hay tantos apuntados que en muchos pueblos esperan uno o dos años para entrar en las listas. Con los problemas del campo ahora en el foco mediático, los asalariados piden serenidad para no convertir en culpables a las víctimas.
José Vicente Blázquez llega de segunda vuelta. Empezó de joven y cuando pudo se pasó a la seguridad privada. «Es muy duro, el que puede se va».
Se mudó a Madrid para moverse por toda España en grandes eventos que requieren personal de seguridad y hace un par de años volvió a Valdivia para cuidar de su madre enferma. «Aquí solo hay campo, si quiero seguir comiendo tengo que agarrarme a lo que hay».
«Te dan de alta durante un mes, pero luego puedes tener solo cotizados tres o cuatro días, eso es lo que hay que cambiar»
Ahora le pagan a cuarenta y ocho euros el día, pero le descuentan cuatro para pagarse la peonada con derecho a subsidio. Le han subido el sueldo, pero también el sello de cada mes. Entre poda, recolección y entresaque acumula al año casi nueve meses de campo. Los otros tres se organiza para estirar los 426 euros de paro y algún contrato esporádico de fin de semana. Las cuentas le salen, dice, porque no tiene hipoteca que pagar ni hijos a las que mantener.
No esconde que por las grietas se cuela la economía sumergida. Hay quien compensa el paro con trabajos en negro para no perder el sello.
Por eso insiste en que se trata de un modelo humillante. Ve ilógico que un parado tenga que pagarse su propia protección.
El pago continuado sirve para espantar el fraude de los que compran peonadas sin pisar el campo. «Pagan justos por pecadores».
Muchos jornaleros participan en las movilizaciones del campo. Saben que como última pieza del dómino solo evitando que caiga la anterior permanecerán en pie.
Van de la mano de las explotaciones familiares. Aquellas, dicen, que cierran cuadrillas de ocho o diez operarios y que en muchos casos se nutren de amigos, familiares o vecinos. «Nadie explota a su sobrino que está recogiendo melones para pagarse la carrera o a su vecino con el que se ve todos los días en el pueblo».
En el modelo de pequeños productores y plantillas cortas resulta más sencillo y flexible cerrar acuerdos sin esperar al visto bueno de las mesas negociadoras.
Se fijan, por ejemplo, dos o tres euros más por día y a cambio hay que quedarse más tiempo para completar un camión fuera de horario.
El sistema está quebrando porque que ahora muchos de estos propietarios trabajan para grandes propietarios y oligopolios de la alimentación.
Uberización del campo
La famosa uberización del campo de la que tanto se habla en las últimas semanas. La reconversión de autónomos independientes en proveedores de las grandes compañías alimentarias, que son las que realmente marcan los precios, compran las producciones directamente en el árbol y piden variedades concretas menos rentables.
Para José Luis Sanjuán, la uberización, más que una tendencia, se ha convertido ya en una realidad. «Empatizo con muchos jefes míos a los que he visto con depresión y angustiados porque se ven incapaces de cumplir las condiciones que les marcan. Al final lo dejan y esas tierras pasan a propietarios más grandes».
Y en ese cambio de manos los trabajadores temen quedarse desamparados por la concentración de influencia de unos pocos.
«Nada es casual. ¿Quién pide ahora más controles, una regulación más transparante y un aumento de sueldo?»
Las reglas, sospechan, la marcarán cada vez menos gente. Estos días se habla mucho de la desactualización de precios pero pocos recaen en el desfase de sueldos.
Ahora va a cumplir 48 años. Empezó con dieciocho saliendo a la vendimia francesa y a la fruta del Pirineo. Ese verano la campaña la terminó en Extremadura. Su primer jornal cerca de casa se lo ganó vendimiando en Almendralejo. Le pagaron cinco mil pesetas. El año pasado, en la misma zona le pagaron 36 euros.
En treinta años su jornada laboral se ha revalorizado seis euros. Los salarios tan bajos acaban expulsando a los pocos interesados. No compensa, cuentan, desplazarse casi cien kilómetros, trabajar a cuarente grados y tirar de riñones durante seis horas. «Es muy fácil criticar que con la gente que hay en el paro cómo no encuentran gente para recoger la fruta. Si analizas las condiciones tendrás la respuesta. Una cosa es pedir trabajadores y otra pedir esclavos».
Por eso piden a la inspección de trabajo que sea más proactiva, que no se limite a visitar las centrales frutícolas y vaya al campo.
Hay quien acuerda trabajar a destajo. Ese es el caso de Andrés Bernabé. Cada verano se enrola en una cuadrilla con otros cuatro compañeros y se recorre la comarca de Tierra de Barros poniéndole precio a cada kilo de uva recogido. «Hay que volar».
Se pasa seis o siete horas agachándose para cortar la uva, cargando el esportón a la cabeza y corriendo hasta el remolque para vaciar y volver a la cepa.
Puede alcanzar los sesenta euros diarios, pero hay que que correr mucho, casi no parar. Los que van a destajo desechan a peones mayores porque ralentizan el ritmo de sus compañeros. «Acabas muerto y solo si eres joven y sano lo aguantas».
Andrés pronto cumplirá 45 años. Cada temporada le cuesta más seguir el ritmo. Sabe que pisa el límite. El campo, explica, envejece como una mata al sol. «Con cincuenta parecemos ancianos de ochenta». Cree que en pocos años no habrá tantos problemas de plantillas. Las nuevas variedades superintensivas de uva y aceituna que se están implantando en la comarca ya no se recogen a mano.
El horizonte se nubla también en las Vegas Altas. Se arrancan frutales y si no hay fruticultores no habrá jornaleros.
«Nos encaminamos a un campo sin agricultores». Pronóstico pesimista de Nadia Ruiz.
La alcaldesa vaticina un éxodo masivo como el de los noventa a Mallorca si no se frena el peso de los oligopolios.
Las pequeñas y medianas empresas agrarias, argumenta, han sido el dique de contención contra la población. Aunque en la zona abunda el tomate y el arroz, el 80% de las peonadas se dan en la fruta de hueso. Su pueblo, Acedera, forma parte de la hilera de poblados de regadíos que atraviesa la Nacional 430. El epicentro de la nectarina.
En esta zona, estos días se amontonan los coches en las explotaciones. Los jornaleros suelen llegar a las nueve de la mañana, cuando se ha secado el rocío de la flor. La jornada termina seis horas y media después, lo que marca el convenio.
Manuel Escobar lleva una de las fincas de la N-430 cerca de Los Guadalperales. Ha contratado a ocho jornaleros. Paridad total, cuenta. Cuatro hombre y cuatro mujeres. Espera aguantar con la plantilla hasta septiembre.
Cuando limpien las flores los necesitará para el aclareo y más tarde para la recolección.
Según avance la campaña quizás podrá reforzar personal. Por experiencia de otros años sabe que no va a ser fácil.
Hay quien no quiere darse de alta porque no le interesa perder el subsidio o quien acepta y a media mañana, cuando le firman la peonada, abandona voluntariamente porque ya ha acumulado las que necesita. Tanto fraude deja un hondo poso de estigma a los que huyen de estas prácticas.
Ana Isabel Hernández forma parte de la plantilla de Manuel Escobar. Vive en Alonso de Ojeda, una pedanía de Miajadas. Trabaja nueve meses al año, pero reconoce que si hubiera faena estaría todo el año. El subsidio no es una solución, solo una forma de aguantar el invierno. Desconfía de la decisión de rebajar las peonadas. «Quizá sea una forma de callar la boca a quienes piden un aumento de salario».
Asume con resignación que su jornal solo podrá actualizarse si el agricultor vende más caro lo que produce. A la última ficha del dominó la tumba la penúltima.
La patronal insiste en que no podrá pagarlo
Los representantes de las organizaciones agrarias siguen su particular cruzada contra la incorporación de la subida del salario mínimo. Juan Metidieri, presidente de Apag Extremadura Asaja vio en la última subida «una mala noticia para el campo y algo inasumible para muchos sectores». No puede ser, se lamenta, que en menos de un año se suba cerca de un 30%. Misma línea argumental para Ignacio Huertas, de UPA-UCE. «Cualquier subida de los costes de producción es difícil de asumir en el momento actual».
Esta última subida no se ha actualizado porque el convenio sectorial sigue a la espera de un acuerdo entre patronal y sindicatos. Actualmente hay una prórroga de seis meses del convenio anterior, una propuesta que hicieron los mediadores de la negociación para dar un respiro a ambas partes.
Los empresarios están dispuestos a asumir el incremento a cambio de subir más horas la jornada laboral.