¿Macrogranjas o granjas de alta eficiencia?

ANÁLISIS AGRARIO ·

Pocos dudan de la importancia de optimizar las normas que minimizan su impacto medioambiental, pero surgen dudas de la opción elegida

JUAN QUINTANA

Lunes, 9 de enero 2023, 08:10

En los últimos días de 2022 se produjo una catálisis legislativa, al menos en el sector agroalimentario. El Gobierno se puso las pilas y en el último Consejo de Ministros del año aprobó un importante número de normas de mucha relevancia. Medidas de impacto de las que nos iremos ocupando en este espacio de forma sucesiva, y que hoy arrancamos con el Real Decreto 1053/2022, de 27 de diciembre, por el que se establecen normas básicas de ordenación de las granjas bovinas. Son varios los aspectos que regula, pero uno de particular y controvertido interés mediático, político y económico es la prohibición de las llamadas macrogranjas, una vez la propia norma ha establecido que son aquellas con más de 850 unidades de ganado mayor (UGM). Por cierto, un sistema de referencia consolidado, que establece que un bóvido de más de 24 meses de edad equivale a una UGM, a 0,6 si tiene entre 6-24 meses y a 0,2 UGM si tiene menos de medio año.

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Con carácter general ha sido bien recibido por el sector, aunque Asaja, por ejemplo, no comparte la favorable opinión de COAG y UPA. Es de suponer que tampoco a la industria láctea le haya satisfecho, ya que limita la capacidad de producción y por tanto impide beneficiarse de una mayor economía de escala. En todo caso, hay que partir de la base de que el propio término es peyorativo y que una macrogranja no es otra cosa que una explotación ganadera de alta eficiencia. Igual que sucede en todos los sectores, la concentración productiva beneficia a la cadena de producto en su conjunto; por supuesto, siempre que no genere un oligopolio.

En todo caso, pocos dudan de la importancia de regular la ordenación de las explotaciones ganaderas y de optimizar las normas que minimizan su impacto medioambiental. La cuestión es cómo, y surgen bastantes dudas de la opción elegida. Por un lado el propio límite establecido y los criterios que lo han definido no están claros, o al menos no bien explicados. Por otro, estos límites no están aplicados de igual manera en el resto de los países de la Unión Europea, en particular en los que son nuestros competidores. Pero también hay dudas meramente medioambientales, ya que es difícil de entender que sea mayor el impacto neto producido por dos granjas de 425 UGM que el que genera una sola de 850 UGM, por poner un ejemplo. De hecho, parece más sensato pensar que es más eficiente aplicar medidas preventivas y correctoras en una gran explotación que en un número más pequeño de ellas. Quizás el error es pensar que si un empresario tiene capacidad de invertir en un determinado número de animales, lo va a dejar de hacer; en vez de asumir, al menos como hipótesis probable, que lo que hará será dividir la inversión, aun perdiendo eficiencia. De esta manera, lo que sin duda se va a conseguir es que la leche que se produzca sea más cara y que el coste para el empresario y ganadero sea mayor, lo que también repercutirá en la industria y en el consumidor.

Lo que parece evidente es que este tipo de explotaciones de gran dimensión tienen dos posibles efectos negativos indiscutibles. Por economía de escala reducen costes unitarios, por lo que pueden presionar los precios en origen a la baja, lo que perjudica al pequeño productor. El segundo efecto, derivado del ya mencionado, es que podría obligar a los ganaderos menos competitivos a dejar el sector. Una tendencia que, si se generalizara, reduciría el tejido socioeconómico de las zonas rurales y favorecería al despoblamiento.

En todo caso, y dada la función social que tienen, ¿no tendría más sentido incentivar el sostenimiento y aumento del número de granjas de menor tamaño en los territorios más sensibles, que son muchos, en vez de penalizar o frenar el desarrollo de un tejido más eficiente? Cierto es que eso requiere gasto público y las arcas andan un poco escuálidas.

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