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Patente de corso

Una historia de Europa (CXX)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 05 de Diciembre 2025, 10:31h

Tiempo de lectura: 3 min

Sobre la Segunda Guerra Mundial hay infinidad de libros y películas, y supongo que ustedes las conocen mejor que yo; así que no me engolfaré en los detalles. Limitémonos a recordar que el planeta ardió de cabo a rabo (Japón, aliado de Alemania e Italia, fue quien se encargó del desparrame en Asia y el Pacífico) y que el pifostio desarrollado entre 1939 y 1945 puede considerarse en tres fases. La primera se caracterizó por la iniciativa alemana, fulminante al principio en la llamada blitzkrieg o guerra relámpago (su único gran fracaso fue el intento de dominar a Inglaterra), acabó por extenderse desde Europa al resto del mundo e incluyó la entrada en la guerra, en el bando que acabó llamándose aliado, de la Unión Soviética y de los Estados Unidos. La segunda etapa, entre 1941 y comienzos de 1943 (derrota alemana en Stalingrado), fue un indeciso vaivén por tierra, mar y aire. Y la tercera se caracterizó por las potencias del Eje defendiéndose como gato panza arriba (unas más que otras) y las ofensivas aliadas (desembarcos en Italia y Francia, avance soviético en el este) que acabaron con la invasión de Alemania, la caída de Berlín, el suicidio de Hitler, la ejecución de Mussolini y dos bombas atómicas, pumba y pumba, que finiquitaron la guerra que aún coleaba en el Pacífico. Pero, asuntos militares aparte, lo que caracterizó esa carnicería bestial fueron el odio étnico, la paranoia racista y el nacionalismo fanático. Eso afectó a todo el continente, pero fue especialmente horrible en la Europa central y oriental, donde las atrocidades llegaron a extremos nunca vistos. Desaparecieron los más elementales principios de humanidad, resumió el historiador Ian Kershaw. Y es exacto: jamás en la Historia (donde nunca faltaron ejemplos) la población civil había sido maltratada como lo fue en esos siniestros años: bombardeos, desplazamientos, trabajos forzados, represalias, ejecuciones, campos de concentración y de exterminio. La hijoputez (siempre enorme, siempre despiadada) de la que es capaz el ser humano cuando se le dan los medios y el ambiente para ejercerla brilló en todo su esplendor con Alemania como director de orquesta, pero con los aliados tocando su propia música. Pueblos enteros fueron arrasados y asesinados sus habitantes, 300.000 degenerados raciales y enfermos mentales se vieron liquidados para preservar la pureza de la raza aria y seis millones de judíos, que se dice pronto, pasaron por las cámaras de gas o el tiro en la nuca. Pero tampoco los otros fueron con flores a María. La Unión Soviética (que sufrió más que nadie en el conflicto, con dos millones de soldados muertos, sin contar a la población civil) se tomó la revancha con creces; y Stalin, aparte las purgas internas para mantener su poder, impuso un régimen de terror en los países de la Europa oriental a medida que iba conquistándolos el Ejército Rojo (añadamos el 20% de mujeres de todas las edades violadas por soldados soviéticos, sobre todo en Alemania), tras haberse desayunado, ya en 1940, con la ejecución de 22.000 jefes y oficiales del ejército polaco (las fosas de Katyn). Tampoco los aliados occidentales fueron chicos ejemplares, pues, aunque como buenos de la película guardaban con más rigor las formas, eso no les impidió (Hiroshima y Nagasaki aparte) matar de golpe a 25.000 hombres, mujeres y niños alemanes en los bombardeos de Dresde (febrero de 1945) y hacer, en esta última fase de la guerra, medio millón de muertos y casi un millón de heridos en despiadados ataques aéreos que arrasaron Alemania, dejaron sin hogar a cinco millones de civiles y mataron de hambre y frío a medio millón. Sin embargo, poniendo las cosas en su sitio, debemos reconocer que ninguna de las innumerables atrocidades de esa guerra fue tan enorme, tan asombrosa por su fría crueldad, como el intento de exterminio de la raza judía llevado a cabo con la habitual eficiencia germánica, capaz de fabricar lo mismo un Volkswagen o un Mercedes estupendos que un horno crematorio de altas prestaciones. Los seis millones de judíos no palmaron solos, sino que fueron víctimas de una cadena industrial de exterminio, de una solución final fríamente planificada por los jerarcas del III Reich que desencadenó en toda Europa una oleada de deportaciones y asesinatos en dos modalidades: la selección natural (muerte lenta por hambre y enfermedades en los campos de concentración) y la selección técnica (muerte inmediata en las cámaras de gas). Todo eso, claro, a la vista cómplice o pasiva de una población alemana que luego, a la hora de rendir cuentas, aseguró que nunca supo de qué era la ceniza que le tiznaba la ropa tendida a secar. Como bien resumió Willy Wilder en la película Uno, dos, tres: «No sé quién es ese Adolf del que usted me habla».

[Continuará]. 

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