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Con los buitres bajo los pies
Una azotea única. Al castillo de Monfragüe se llega tras subir 197 escalones de aúpa, pero el esfuerzo merece la pena
En la azotea del castillo de Monfragüe conviven a las once de la mañana de un día laborable una familia con acento andaluz y tres hombres que hablan bien alto en algo que suena a alemán. Aunque no hace mucho calor, dos de ellos se han quitado la camiseta, y los tres sujetan cámaras fotográficas equipadas con teleobjetivos del tamaño de telescopios profesionales. Con ellos fotografían a los buitres que sobrevuelan el lugar, y para hacerlo, a veces tienen que mirar para abajo en vez de hacia arriba. No hay muchos sitios en el mundo en los que ocurra esto: que los buitres planeen bajo los pies en vez de sobre la cabeza. Pero Monfragüe es así. Un sitio único para observar a las aves en su hábitat. Si no lo fuera, esos tres hombres que creen que 25 grados es calor no se habrían cruzado Europa para pasar unos días en Extremadura en vez de en Palma de Mallorca, donde quizás están sus cuñados.
El reclamo que los ha traído a esta esquina del mapa regional, lo mismo a los germanos que a los andaluces, es este parque nacional que debe el nombre a su paisaje, ese monte fragoso que en los años setenta estuvo a punto de convertirse en una gran fábrica de celulosa pero se salvó por el empecinamiento naturalista de unos pocos pioneros valientes, con Jesús Garzón Heydt a la cabeza.
En Monfragüe hay ciervos –por demás, y de hecho su superpoblación constituye un problema– y anfibios y fauna y flora abundante y bien conservada y también un río, el Tajo, que les da de beber a todos y que atraviesa el espacio, el más protegido de la comunidad autónoma. Hay también en el parque nacional muchas rutas senderistas y un pueblo (pedanía de Serradilla) al que algunos añaden una coletilla graciosa cuando lo nombran: Villarreal de san Carlos, que se tarda más en decirlo que en pasarlo.
Villarreal de san Carlos
En él hay más negocios que vecinos, y eso que tampoco es Wall Street: hay un buen restaurante de comida casera sin ínfulas (casa Paqui), algunas casas rurales, una máquina de refrescos y chuches, varios centros de interpretación y uno de información. Y carretera adelante está el salto del Gitano, que es el sitio más famoso del lugar, y dos minutos de coche más allá aparece el castillo, sobre el que conviene conocer un dato: tiene 197 hasta su azotea.
Y no son «escaleras descansadas», como llaman a las suyas algunos que viven en pisos altos. Son escaleras de tomo y lomo, sin matices, que a determinada hora de los días de verano se hacen largas si la forma física es corta. Hay 159 escaleras hasta llegar a la puerta del castillo y 38 dentro de él. Estas últimas son mínimas –en algunos peldaños hay que pisar con la punta o girar el pie para ponerlo de lado– y se suben casi a oscuras, agarrándose a una barandilla clavada en la piedra.
El esfuerzo merecerá la pena si se disfruta del paisaje y de esa visión única de las aves pasando cerca, a veces bajo los pies.
Arquitectónicamente, el castillo es una mezcla de materiales y épocas. Fue asentamiento islamista hasta el siglo XII, y desde entonces ha sido reformado varias veces. A su lado hay una torre con escalera de caracol de 26 peldaños y las mismas vistas estupendas. Y por debajo del castillo y la torre está la cueva con sus pinturas rupestres. Aunque está prohibido, muchos dejan el coche al inicio de las 197 escaleras, para ahorrarse un buen trecho de subida por carretera. Normalmente, ese trayecto lo cubre un minibús que circula de martes a sábado y domingos alternos.
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