Viernes, 11 de Octubre 2024, 09:59h
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Estoy saturado de la saturación. No puedo más con las casas y los cocineros obsesionados en concentrar los sabores. Me refiero a esos adoradores del nuevo dios umami que dedican sus días a reducir, como los jíbaros, y a amplificar la potencia de los platos al nivel de la nitroglicerina. Luego los sirven orgullosos a sus clientes porque han logrado llegar a ese nivel sápido que podría corroer una plancha de acero en segundos.
Es verdad que su pecado es de los que se disculpan más fácilmente porque es un trabajo arduo que el cocinero asume en favor del sabor, teóricamente al menos, en favor del cliente. Hay una parte de la parroquia que no solo lo justifica, sino que lo ensalza porque valoran ese plus y pueden decir a los cuatros vientos que mengano cocina muy suculento. No es que a mí me guste la insipidez, pero entre Don Juan y Juanillo hay un gran trecho.
Hubo una época en la que a Josean Alija en su Nerua y al Mugaritz de los primeros años los tildaban de melifluos, cuando lo cierto es que defendían los sabores naturales de cada alimento
Hubo una época en la que a los más esencialistas, Josean Alija en su Nerua y el Mugaritz de los primeros años, por ejemplo, les criticaban esa delicadeza de sabores y los tildaban de melifluos, cuando lo cierto es que defendían los sabores naturales que ofrece cada alimento y mostraban cómo en el acto de comer juegan otras muchas variables más importantes incluso, en algunas culturas, que el sabor: la textura o la temperatura, por ejemplo.
No me voy a poner aquí ni analítico ni intelectual. Solo vengo a pedir un poco de mesura, que me pueda comer un buen plato de arroz y no me sature a los tres bocados, que quiero disfrutar largo y después tener una buena digestión, no estar mentando a la madre del chef.
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