Los perros verdes

Algunos son amigos, otros fueron compañeros en ElBulli, pero también los había que ni pasaron por Cala Montjoi ni pertenecen siquiera a la misma generación. Cuando Raurich me nombró quiénes estarían en esa comida tan especial para él me quedé pensando cuál podía ser el lazo invisible. Ese día lluvioso llegué cuando todos estaban ya sentados, palillos en ristre, y mientras alcanzaba el sitio que me habían reservado, al final de la barra, los fui repasando.

Formaban una curiosa selección de los más reflexivos cocineros del país, la mayoría entre los que más admiro, todos ellos con cocinas muy personales y valiosas. Pasados ya los increíbles jimonos, ostras y almejas deshidratadas, el milhojas de yuba, el usuzukuri de sepia y lardo, el chipirón con la salsa shiokara, el chawanmushi en cáscara de nécora, y muchos vasos de sakes de otras tantas prefecturas de Japón, aquello me pareció una versión barcelonesa de las reuniones de las vanguardias artísticas de París de finales del XIX, con su filósofo existencialista, el impresionista y hasta un dadaísta culinario.

Con su increíble talento para desnudar y llegar a la esencia de las cosas, Albert Adrià fue quien finalmente encontró la conexión entre todos ellos cuando definió el encuentro como «esta comida de perros verdes», nuestros imprescindibles perros verdes.