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'Terminator trasnacional'

'Terminator trasnacional'

Paul Le Roux, tal vez el mayor criminal del siglo XXI, relata con frialdad su carrera ante un tribunal de Nueva York. Vendió material militar a Irán, pastillas a Corea del Norte y ordenó múltiples asesinatos. Su filosofía: «Trabajo para cualquiera que tenga dinero»

ANTONIO CORBILLÓN

Lunes, 16 de abril 2018, 08:33

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Declara estos días ante el Tribunal Federal de Distrito de Manhattan uno de los criminales más escurridizos, sanguinarios y globales que recuerdan los voluminosos archivos judiciales norteamericanos. Y por tanto, mundiales. Desde hace una semana y durante la vista oral contra sus antiguos secuaces, Paul Calder Le Roux (Botsuana, 1972) fascina a fiscales y jueces con el relato de una vida todavía joven santificada al crimen en los seis continentes. No piensa igual algún miembro del jurado popular que, aterrado, ha pedido al juez que le liberara porque temía por su propia seguridad.

Es comprensible. Le Roux acumula en apenas diez años una inusitada variedad, cantidad y violencia criminal. Ha vendido tecnología de misiles a Irán, traficado con armas por todo el mundo y armado ejércitos y milicias a la carta para cualquiera que se lo encargara. Un 'supermercado' del crimen que no rechazaba a cliente alguno. Desde la guerrilla yihadista de Abu Sayyaf en Malí, al avispero de los diferentes 'señores de la guerra' del Cuerno de África, o el tráfico de metanfetaminas en la hermética Corea del Norte. Y, por supuesto, asesinatos a la carta. Sus sicarios cobraban entre 4.000 y 8.000 euros al mes y 20.000 por cada ejecución.

¿Para quién solía trabajar?, le preguntó un fiscal. Le Roux, corpulento y pausado, responde con calma profesional: «Rebeldes, caudillos, criminales, básicamente cualquier que tenga dinero».

Mandó enterrar vivo a su primer lugarteniente. «Me robaba», justificó ante la Justicia

Ahora es un testigo protegido del Departamento Antidroga Americano (DEA) desde que fue detenido en septiembre de 2012. Su colaboración, a cambio de un generoso acuerdo judicial, le librará de comparecer por al menos siete de los asesinatos que ordenó él mismo. Uno de ellos, el de su lugarteniente Dave Smith, que fue enterrado vivo. «Me robaba», dijo secamente este hombre al que algunos ambientes conocen como el 'Terminator trasnacional'.

Un relato tan jugoso que Michael Mann, el director de cine fascinado por los malos ('Miami Vice', 'Collateral', 'Enemigos Públicos', 'Heat'), anunció esta semana que ha comprado los derechos de autor para llevarlo al cine. Se basará en la biografía que ha firmado la escritora Elaine Shannon, que pasó cuatro años detrás de esta opaca figura del crimen organizado y global. Incluso hay planes para convertirlo en serial televisivo a cargo de los hermanos Russo, directores de la franquicia en cine del 'Capitán América'.

Su historia arranca en su Botsuana natal. Paul es un hijo adoptado y padres desconocidos que desde niño destaca por su innata habilidad con la informática. A los 15 años ya vende porno digital. Es un inadaptado que deja el colegio a los 16 e inicia distintas aventuras de casinos digitales por todo el mundo. Nada ilegal, más allá de acumular un fracaso tras otro.

Salto al lado oscuro

Sus roces con la ley empiezan en 2004 cuando crea un sistema encriptado de venta ilegal de fármacos. En seis años tiene seis centros repartidos por el mundo y mil empleados. Cuando la DEA le pone en su punto de mira, en 2007, decide abrazar directamente el lado oscuro al descubrir que es mucho más rentable. Su vida es una vorágine de cambios continuos de residencia e identidad por todo el planeta. Sitúa su cuartel general entre Manila y Hong Kong y se rodea de exmilitares israelíes y americanos 'rayados' tras luchar en Iraq.

Metales preciosos y oro, talas ilegales, trata de tierras, drogas, armas, lavado de dinero... Venta de arsenales a las guerrillas somalíes, organización de un ejército para ocupar las Maldivas, introducción de pastillas en el paraíso comunista de Kim Jong-un... Todo muy compartimentado para que ninguna de sus sociedades, ni socios, supiera lo que hacía el resto. En un año acumula tantas huellas que borrar que inventa nombres falsos, se desplaza por todo el mundo y usa su dominio de la informática como profiláctico que cubra de impunidad su cartel criminal.

Cada sospecha de traiciones de sus hombres se zanja con un asesinato ritual. Si alguien pregunta quién ha dado la orden, la única respuesta es: «El cerebro».

Su suerte se tuerce cuando agentes infiltrados de la DEA le engañan haciéndose pasar por suministradores de precursores químicos para procesar la droga que le suministra un cartel colombiano. Le hacen viajar a Liberia y le detienen. Tras intentar sobornarles durante el vuelo de vuelta a Estados Unidos, antes de aterrizar ya ha decidido que quiere colaborar con la Justicia. En las escuchas policiales, se oye a un criminal que admite: «No voy a escapar para siempre».

De entrada, pactó aceptar cargos sólo por importar narcóticos y violar la Ley del Medicamento. Una vez firmado el acuerdo, reconoció que había matado a siete personas. Ya no tendrá que pagar por ello. Ha burlado una más que posible condena a muerte o, al menos, a cadena perpetua. Le Roux ha permanecido en custodia secreta (supuestamente seguía en su casa de Río de Janeiro) mientras desde la cárcel reconfiguraba su red de empresas y contactos para atraer a sus cómplices a las redes policiales. Dieciocho socios están entre rejas. Cuatro de ellos, entre los que está Joseph 'Rambo' Hunter, su último lugarteniente y ejecutor, responden estos días por el asesinato de un filipino en 2012. La orden la dio Le Roux. Pero tampoco pagará por ello.

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