Borrar

El Papa y la pena de muerte

Fundamentar la abolición en la idea de la dignidad de los seres humanos es una gran contribución al 70 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos

luis arroyo zapatero

Martes, 14 de agosto 2018, 23:15

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

La primera sorpresa que nos dio el papa Francisco fue que no solo se dirigiera a los católicos o solo a los cristianos, sino a todas las personas de buena voluntad. Ni siquiera tuvo que hacer flexión de género. Y la primera sorpresa para los juristas fue que, en su primer Jueves Santo en 2013, en vez de lavar los pies impolutos de doce cardenales en el Vaticano, se fue a la cárcel juvenil de Roma y lavó los pies de precisamente doce jóvenes, dos de ellos mujeres y, para colmo, una de ellas musulmana. Estaba así todo dicho.

El papa Francisco ya se había manifestado contra la pena de muerte sin excepciones ante los penalistas de todo el mundo y sus organizaciones científicas internacionales en Roma en 2014. En el mismo trámite formuló la plena descalificación de la prisión perpetua como una pena de muerte encubierta. Al regresar de Roma telefoneó una señora sevillana de Barcelona, María Asunción Milá de Salinas, que superaba ya entonces sobradamente los 90 años, para reprochar que le hubiéramos puesto al Papa en la tesitura de decir algo contrario a lo que el catecismo todavía justificaba y que ella criticaba desde su primer escrito a un Papa en 1974. En efecto, aunque el catecismo redactado en la edición de 1992 por Juan Pablo II había descalificado ampliamente a la pena de muerte, la mantenía como excepción en el apartado 2.267 para «los casos en los que esta fuere el único camino para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas», una cláusula que permitía su empleo abusivo en muchos países, como ocurre en los sistemas que se pretenden excepcionales. María Asunción reclamó que se alertara al Papa de esa anomalía, pues ella no había sido capaz de que ni el anterior ni este contestara a sus reiteradas cartas. Conviene decir ahora que María Asunción había sido siempre una mujer liberal y solidaria, que tras criar 12 hijos se había creído el entonces novedoso Vaticano II y había escrito y actuado en consecuencia, para apuro de arzobispos y prelados de la capital andaluza. Fue una de las dos primeras españolas en la directiva mundial de Amnistía Internacional y en el año 1976, con los viles garrotes todavía en estado de revista, y contando con la presidencia de don Ramón Carande, creó la Asociación Española contra la Pena de Muerte. En definitiva, estábamos ante una mujer admirable.

Por fortuna, a las pocas semanas de la llamada telefónica se concertó una audiencia privada del Papa con Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, que se había creado en 2010 a instancia del presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Le acompañábamos Asunta Vivó, secretaria general de la Comisión; Roberto Carles, secretario general de la Asociación Latinoamericana de Penalistas y Criminólogos, y yo mismo. Impresiona severamente estar a solas con el Papa alrededor de la mesa de ese despacho que hemos visto tantas veces cuando recibe a los Jefes de Estado. Ver al Papa vestido de tal y hablando en español produce una sensación casi física. Ni él, ni Federico Mayor pararon de hablar de todo, menos de la pena de muerte, porque Francisco al sentarse desplazó sobre la mesa hacia Mayor un texto y le dijo «sobre este asunto ya me ocupo». Así que Mayor pasó a alertar sobre los hombres de paz que habían sido asesinados desde Kennedy hasta Isaac Rabin. De este dijo Francisco en argentino que era «un grande». Contó el Papa lo que pretendía decir en el Congreso americano y en la ONU en su inmediato viaje, lo que aprovechó Mayor para prevenirle sobre los republicanos, aunque como lector de su primera exhortación apostólica sabía que estaba bien ilustrado. Nosotros no lo supimos hasta más tarde, pero el Papa acababa de ser informado de que a la mañana siguiente en una misa al aire libre en Nápoles se había detectado un posible atentado de la Mafia, que no perdona al Papa que los haya excomulgado. Les pasa lo mismo que a no pocos conservadores católicos, que no les gusta que el Papa les diga lo que está mal. Se encendieron los ojos eléctricos del cardenal Gänswein, lo que significaba que la audiencia había concluido y nos levantamos. Era mi última oportunidad de abrir la boca y no vacilé: «Santidad, tenemos un problema». La sonrisa tan amplia del Papa –como aviesa fue la mirada que me echó el Prefecto– me dio aliento y le conté que Asunción Milá, que frisaba entonces los 96 no estaba dispuesta abandonar este mundo hasta que no respondiera la carta que en copia le entregaba. El Papa hizo más que reír, y hasta en Gänswein asomó una leve sonrisa. El caso es que unos días más tarde volvió a llamar María Asuncion Milá, pletórica de alegría ante la llegada a su domicilio particular de una carta de propia mano del papa Francisco, en la que le agradecía su testimonio y anunciaba que ordenaba estudiar el asunto. La carta del 2 de agosto de 2018, expresamente aprobada por el Papa, manifiesta que, si en el pasado la pena de muerte pudo parecer un instrumento aceptable para la tutela del bien común, hoy es cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves.

Para los tiempos de la Iglesia el proceso ha sido muy rápido. Fundamentar la abolición en la idea de la dignidad de los seres humanos es una gran contribución al 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero con lo que el Papa y la Iglesia van más retrasados es con la cuestión de la mujer, que es también un asunto de dignidad humana, cuyo estado actual no tiene perdón de Dios, si no fuera por la capacidad de misericordia de la que este Papa es un adalid. Deseemos que no siga siendo necesario recurrir a la misma.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios