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Vecinos de la localidad guatemalteca de Tactic observan el cuerpo de un asesino de niños linchado tras arrebatárselo a la Policía. Abajo, un ladrón es prendido fuego en Pelileo Grande, Ecuador. EFE
La justicia de la turba

La justicia de la turba

Se extienden por Bolivia y otros países latinoamericanos los linchamientos de supuestos delincuentes. La ausencia de un Estado que garantice el imperio de la ley alimenta esta violencia colectiva

MARCELA VALENTE

Martes, 13 de marzo 2018, 08:37

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Un adolescente de 16 años, sospechoso de violar y asesinar a una niña de siete, fue quemado vivo. Un hombre fue ahorcado por una muchedumbre que lo acusó de matar a un estudiante para robarle. Dos presuntos ladrones de automóviles fueron rociados con combustible y prendidos fuego. Cuatro menores sorprendidos cuando intentaban robar se salvaron por muy poco de ser quemados. No es justicia por mano propia. Son algunos de los hechos aberrantes que ocurrieron en los últimos meses en diversas localidades de Bolivia, donde la turba enardecida está reemplazando peligrosamente a la Policía, a la Fiscalía y a los jueces. El fenómeno se repite en Guatemala, México, Perú y Venezuela.

'Ladrón que sea pillado, será linchado', rezan improvisados carteles en El Alto, suburbio de La Paz. 'Personas sospechosas serán quemadas', alerta otro pasquín en un muro. Hay unos 400 muñecos con la cabeza ladeada colgados en cables y postes de luz para amedrentar al criminal. El que sea cogido 'in fraganti' puede terminar apaleado por la masa.

Según los especialistas, estas actuaciones colectivas en Bolivia son un síntoma muy preocupante del hartazgo de los sectores populares por la inseguridad y la ausencia de un Estado eficiente. En muchos casos, la turba arrebata al sospechoso de la comisaría para aplicarle la pena capital, sin más trámite. No es sólo falta de policías -que la hay-. Los vecinos desconfían de la idoneidad moral de agentes, fiscales y jueces intervinientes.

Los linchadores apelan a una justicia indígena tratando de legitimar estas actuaciones

Baile de cifras

Según datos de la Defensoría del Pueblo de Bolivia, se producen entre 10 y 20 linchamientos por año, lo que lo convierte en el segundo país en América Latina en número de casos después de Guatemala. El Ministerio de Justicia boliviano eleva la cifra a 79 al año. Los expertos no tienen cifras ciertas, lo que refleja una vez más la ausencia de Estado, expresada en la falta de estadísticas fiables.

Estos sucesos se repiten en otros países de la región. En Guatemala, una adolescente de 16 fue quemada viva por una turba. La acusaron de matar a un taxista. Los linchamientos son también filmados y subidos a las redes sociales. Es otra forma brutal de defenderse: mostrar a los malhechores que la comunidad puede ser más salvaje que ellos en su venganza.

En México, uno de los linchamientos más dramáticos ocurrió en 2015 cuando dos encuestadores fueron confundidos con secuestradores de niños que asolaban la región de Puebla. Los jóvenes fueron bañados con gasolina y quemados por la multitud. El tumulto hace difusa la responsabilidad individual. No hay proceso previo. Tampoco garantías. Sólo hay condena. Y la máxima.

Las interpretaciones que más circulan a la hora de explicar este fenómeno están vinculadas a la justicia indígena, que en Bolivia es legal. Sin embargo, los que estudian los procedimientos de resolución de conflictos en esas comunidades aseguran que la justicia indígena, que busca el equilibrio, no guarda relación con los linchamientos. Más aún, antropólogos consultados por este periódico explican que esta práctica de matar al sospechoso no tiene nada de ancestral. Comenzó en los años noventa y nace de la pobreza, la marginalidad urbana y la ausencia de poderes del Estado. Se ampara en la justicia comunitaria como un justificativo, pero no forma parte de ese sistema tradicional.

«Los linchamientos son hechos de violencia colectiva e ilegal de una turba que se producen usualmente en contextos de marginalidad, pobreza, inseguridad, ineficaz o escasa presencia estatal y débil presencia de justicia indígena», explica Ana Cecilia Arteaga Bôhrt, del Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social de México. «En contraposición a esto está la justicia indígena, que es un derecho reconocido por normas nacionales e internacionales, compuesto por un sistema de autoridades, normas y procedimientos y que tiene una lógica de conciliación, reparación y retorno a la armonía comunal».

Prueba de ello, destaca Arteaga, es que «la menor cantidad de linchamientos ocurren en áreas que tienen un sistema consolidado de autoridades originarias y una fortalecida aplicación de la justicia indígena».

Algunas veces los propios funcionarios confunden las cosas, basados en argumentos que esgrime una población desquiciada, que busca ligar los linchamientos con un pasado remoto. Y los medios periodísticos se hacen eco de estas lecturas sesgadas que achacan el salvajismo incívico a los pueblos originarios.

Daniel Goldstein, antropólogo de la Universidad de Rutgers, confirma que los linchamientos son una práctica cada vez más común pero que no responden a una forma tradicional. Autor del libro 'Al margen de la ley. Entre la seguridad y los derechos en una ciudad boliviana', explica que la gente «se siente abandonada. Hacen lo que pueden. Las prácticas tienen menos que ver con las tradiciones indígenas que con la necesidad de conseguir seguridad a través de resoluciones creativas», apunta.

A Goldstein no le sorprende que los habitantes de barrios marginales se hayan apoderado de fragmentos del discurso de la justicia ancestral para caracterizar sus propias prácticas. «Es un intento de dar legitimidad a formas locales de hacer justicia, incluyendo el horror de los linchamientos. Se trata de dar sentido al caos», dice. Las comunidades «no operan bajo un determinado sistema legal sino que se las arreglan con un bricolaje legal a partir de lo que saben o imaginan de otros sistemas».

Para el antropólogo, se trata de un fenómeno complejo. «La justicia comunitaria es algo más parecido a la resolución de conflictos. Difiere enormemente de los linchamientos. Pero la violencia tampoco es infrecuente en estos sistemas de justicia local y a veces se aplica la pena de muerte». No es habitual. Exige un largo proceso y un consenso comunitario. Pero existe.

Son estos los mayores desafíos del Estado Plurinacional de Bolivia, en el que 63% de la población se dice indígena y donde se reconocen como oficiales 36 lenguas, además del español. Esta amplitud -consagrada en la Constitución de 2009- incluye el reconocimiento de una justicia indígena que coexiste con la ordinaria. Ambas deben y pueden actuar en cooperación, pero algunas veces hay confusión, vacíos y ensamblajes sui géneris.

En 2010 se sancionó una Ley de Deslinde Jurisdiccional que coordina ambos sistemas, el ordinario y el indígena. Esta política tiene sus contradicciones. La norma sostiene que la jurisdicción indígena goza de igual jerarquía que la justicia ordinaria, y garantiza la coexistencia e independencia de las dos. Pero se contradice cuando permite que la justicia comunitaria intervenga «solo» en delitos menores. Es decir que, se la subordina. No se respeta del todo su independencia.

La ley también remarca que todas las jurisdicciones «garantizan el derecho a la vida». Y agrega que «el linchamiento es una violación de los derechos humanos. No está permitido en ninguna jurisdicción y debe ser perseguido y sancionado por el Estado». Tampoco permite la pena de muerte. Más allá de contradicciones o vacíos, el linchamiento no es justicia. Es un delito grave que nace de la impotencia y el desamparo.

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