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El infierno en la tierra

El infierno en la tierra

Los rescatistas luchan contra el tiempo para salvar a los atrapados. No siempre ganan Quedar atrapado en un claustrofóbico reducto sin espacio siquiera para moverse es una angustiosa pesadilla que han sufrido muchos niños y también sus familias, condenadas a esperar en el exterior un milagro. Como Julen y los suyos

JAVIER GUILLENEA

Martes, 22 de enero 2019, 17:03

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Caer por un tubo estrecho hacia el abismo y quedar atrapado allí abajo sin poder moverte, a la espera de morir o de que llegue el milagro de un rescate, es una de las peores pesadillas que uno pueda imaginar. Es claustrofobia, oscuridad, dolor, miedo... Angustia en estado puro. Como la que tuvo que sentir Julen, el niño de dos años y medio que el pasado domingo cayó en un pozo de prospección de 25 centímetros de diámetro y 113 metros de profundidad en Totalán (Málaga).

Desde que se dio la voz de alarma, equipos de ingenieros, especialistas de salvamento, mineros, bomberos y técnicos no han parado de intentar llegar hasta el niño por todos los medios. El tiempo y la lógica juegan en contra, pero nadie quiere dar por sentado que Julen puede estar muerto. Aunque sea lo más probable, siempre queda una esperanza, la que se mantenía al cierre de esta edición. Para unos, los que participan en el rescate, se está haciendo «todo lo posible». Para otros, se puede y se debe hacer más. «Muchos tuits de apoyo, muchos votos, pero medios ninguno. ¿Sabe usted lo que es llevar aquí tantas horas esperando a que saquen a tu hijo de un pozo?», lanzó ante las cámaras de televisión José Roselló, el padre del pequeño. Nadie supo contestar, pero hay quienes sí tienen una respuesta. Lo que los padres de Julen viven estos días ya lo han sufrido otras personas.

El tiempo corre despacio frente a la boca de un pozo, la entrada de una caverna o un edificio destruido por un terremoto. Ante los familiares de los atrapados, los preparativos del rescate se desarrollan en cámara lenta; al menos, eso es lo que parece. Cuesta entender por qué los expertos hablan tanto entre ellos, sopesan posibilidades y trazan planes que después desechan antes de ponerse manos a la obra, por qué 'pierden tiempo' cuando lo que deberían hacer es coger palas, cavar bien profundo, hacer algo, lo que sea, cualquier cosa que alivie angustias, que dé la sensación de que el niño cada vez está más cerca, de que en cualquier momento alguien oirá su voz y todo quedará en un buen susto.

«Estar aislado en la oscuridad es algo terrible, para volverte loco»

Javier Busselo, Espeleólogo

«No estamos preparados para la muerte; nadie nos educa al respecto»

Jesús Miranda, Psicólogo

«Debemos estar adiestrados para improvisar, pero el caso de Julen escapa a todo»

Antonio Nogales, Bombero

«Una de las grandes limitaciones del georradar es la profundidad»

Roberto Frabregad, Experto en geodetección

«Estamos para dar testimonio; duermo con la conciencia muy tranquila»

Evaristo Canete, Reportero

Pero no es tan fácil. Al igual que Julen, niños como Kathy Fiscus, Alfredo Rampi, Jessica McClure o Cristian Quiroz también cayeron por pozos como el de Totalán y en ninguno de los casos, salvo el de Jessica, los equipos de rescate pudieron salvar sus vidas.

En abril de 1949, Kathy Fiscus, de tres años, desapareció en un pozo abandonado en San Marino (California) que media 36 centímetros de diámetro. Después de cincuenta horas de intentos y de haber excavado un agujero paralelo de treinta metros de profundidad, los rescatistas izaron a la superficie su cadáver. Con Jessica usaron el mismo sistema y se llegó a tiempo.

No hay muchos más caminos para rescatar a alguien atrapado en el interior de un agujero de tan escasas dimensiones. El proceso habitual, que es el que también se ha empleado en el caso de Julen, consiste en perforar en paralelo un segundo pozo vertical hasta la profundidad donde se supone que está la víctima y desde allí abrir una galería horizontal. Es una vía peligrosa por la que se debe transitar con extremo celo para no provocar desprendimientos que agraven la situación. Sin estudios previos del terreno por falta de tiempo, nadie sabe lo que va a encontrar. Es preciso avanzar con una cautela y lentitud exasperantes para quienes aguardan el desenlace.

El tiempo apremia, pero hay que ir despacio porque la tierra siempre tiende a acumularse sobre nosotros. El mundo está repleto de pozos, cavernas o huecos asfixiantes entre escombros que aguardan el momento de cobrarse sus víctimas, como las trampas de una araña o la boca del infierno. Por suerte, hay quien vuelve para contarlo.

Alfredo Rampi

Un rescate de imposible final feliz

Su rescate, como el de Julen, mantuvo en vilo a todo un país. Millones de italianos siguieron a diario la última hora del operativo para sacar de un pozo de 30 centímetros de diámetro y 80 metros de profundidad a Alfredo Rampi. Alfredino, como le apodaban, tenía tan solo seis años y estaba enfermo del corazón cuando el 10 de junio de 1981 tuvo el fatal accidente. Regresaba de dar un paseo con su padre en la ciudad de Frascati, a 20 kilómetros de Roma. El pequeño jugó a adelantarse, pero nunca llegó a casa. Tras una búsqueda desesperada, los efectivos de rescate alertaron de que Alfredino había quedado atascado en un pozo a 36 metros de profundidad. Mientras su madre le hablaba para mantenerlo despierto, un espeleólogo intentó colarse por el agujero para alcanzarlo. No logró recorrer más de dos metros. Ante la imposibilidad de llegar hasta él, los bomberos optaron por perforar una cavidad paralela que conectara con el hueco en el que estaba el menor, la misma opción en la que se trabaja en Málaga. Pero cuando creyeron estar a menos de dos metros del pequeño, se encontraron con que había resbalado 24 metros más abajo y estaba ya a 60 metros.

Por eso, el uso de georradares en rescates puede resultar muy útil para hallar el punto exacto donde se encuentra la víctima. «Es un recurso rápido de movilizar, muy económico y no intrusivo», apunta Roberto Fabregad, director de Geodetección en Geozone Asesores. Sin embargo, cuenta con un «hándicap», advierte, y es la profundidad. «Aquí, la técnica cojea un poco», asegura. Los georradares detectan las diferencias de la constante dieléctrica (cualidades físicas y químicas) del terreno. Hay muchos factores que influyen en su éxito pero, sobre todo, el entorno. Si el cuerpo de Julen estuviera rodeado de un espacio homogéneo, sería detectado con más facilidad, pero está a más de 100 metros y puede haber varias capas litográficas desde la superficie que crean distorsiones», explica el experto. En el caso de Alfredino, se luchó durante más de 70 horas por liberarlo con vida, pero resultó inútil. Cuando llegaron hasta él, el niño aún respiraba y pedía a su madre que lo sacara de allí. Pero no resistió. Cuatro días después de caer al pozo, se le consideró oficialmente muerto. El magistrado a cargo del caso ordenó verter nitrógeno líquido para conservar el cuerpo del pequeño. Sus restos mortales no fueron rescatados hasta un mes después.

Jessica McClure

Un milagro seguido al segundo en televisión

Jessica McClure tenía solo 18 meses cuando cayó accidentalmente a un pozo de agua abandonado, donde permaneció 58 horas sin comer ni beber hasta que pudo ser rescatada con vida. Jugaba con otros niños en el patio trasero de la casa de su tía, en el número 3.309 de la calle Dr. Tanner, en Midland (Texas), cuando la pequeña se esfumó. Era el 14 de octubre de 1987. En un despiste de su madre (Reba, de 17 años), que acudió a atender una breve llamada de teléfono, la niña tropezó y fue a caer a un agujero de 20 centímetros de diámetro y nueve metros de profundidad. Su progenitora se separó de ella apenas unos segundos, suficientes para que se produjera la fatalidad. Cuando el cuerpo se detuvo, estaba a siete metros de la superficie. Policía y bomberos pensaron que sacarla de aquel hoyo sería pan comido. Se equivocaron.

En las tareas de rescate, en las que participaron 25 técnicos, tuvieron que usar equipos de perforación, propios de las exploraciones petrolíferas, debido a la presencia de rocas de extrema dureza en el trayecto del pozo construido en paralelo al foso donde estaba la niña. El túnel lateral para conectar ambas oquedades fue completado cuando Jessica llevaba 45 horas atrapada. El elegido para llegar hasta Jessica fue Robert O'Donnell, un paramédico del departamento de Bomberos de Midland. Tardó unos 20 minutos en sacar a la bebé, algo deshidratada y con gangrena en un pie. Pero Jessica sobrevivió.

El milagro de su rescate fue televisado segundo a segundo por la entonces joven cadena CNN y fue para ella el gran espaldarazo que coronaría tiempo después con la Guerra del Golfo. El interés que despertó este caso fue máximo, tal y como ha sido el de Julen. «Cuando el evento traumático afecta a menores, el impacto social siempre es mayor. De alguna forma, podemos ver reflejados a nuestros hijos o menores más allegados en esas víctimas y el miedo a que puedan verse en peligro aumenta», explica Jesús Miranda, doctor en Psicología y director de la Cátedra de Seguridad, Emergencias y Catástrofes de la Universidad de Málaga (UMA). Para este experto, es necesaria la buena gestión informativa, tanto en casos de desastres naturales porque la seguridad de la población depende de esa «adecuada comunicación», como en otros donde no corre peligro. «Aquí es importante valorar la información y evitar palabras o imágenes que disparen la imaginación».

Omayra Sánchez

«No había medios para tanto desastre»

El Nevado del Ruiz llevaba meses avisando, pero su actividad volcánica se ignoró. Hasta que el 'León Dormido', como le llamaban, despertó tras 140 años de letargo y rugió con furia. La erupción del 13 de noviembre de 1985 vomitó 35 millones de toneladas de materiales y fundió las nieves perpetuas de este gigante colombiano de 5.400 metros. Los desbocados ríos de lava, agua y hielo arrasaron todo lo que encontraron a su paso. Incluidas las poblaciones cercanas, entre ellas Armero, que desapareció literalmente del mapa. Tres días después, cuando los especialistas comprobaron la imposibilidad de rescatar los más de 22.000 cadáveres sepultados, declararon la ciudad «cementerio». En ella yace hoy Omayra Sánchez, la pequeña de 13 años que durante tres días resistió a aquella tragedia hiperbólica antes de que sus ojos, penetrantes y casi sin pupilas de tan enrojecidos, y su voz serena, balbuceante a apenas un centímetro del agua, se apagaran para siempre. «Toco con los pies la cabeza de mi tía»; «yo quiero que ayuden a mi mamá, porque ella se va a quedar solita», fueron algunas de las escalofriantes declaraciones que hizo a los periodistas que la acompañaron hasta su último suspiro. Fue la muerte en vivo, 72 horas de agonía, con su frágil cuerpo atrapado entre fango, cadáveres y rocas, retransmitida en directo ante la impotente mirada del mundo.

Todavía hoy, 33 años después, sobrevuela la misma pregunta: «¿No se pudo hacer más por rescatarla?» El reportero de TVE Evaristo Canete no la vio morir, pero estuvo con ella el tiempo suficiente para saber que no saldría de allí. «Estaba convencida de que lo conseguirían y nos daba fuerzas para que la ayudásemos», relata el veterano periodista, conmovido por la impotencia y la rabia que experimentó entonces. «Te sientes inútil y piensas que esta vida es una auténtica mierda». Las conmovedoras imágenes que grabó dieron la vuelta al mundo. Canete sabía de la «dureza» de aquel material y era consciente del riesgo de que lo acusaran de «carroñero». Aclara que antes de continuar con su trabajo hizo todo lo que estaba en su mano para salvarla: «Busqué al ejército; hablé con un médico de la posibilidad de que le amputara las piernas para así poder sacarla; de achicar agua, pero todo fue inútil. No había medios para tanto desastre. Quizá, si el drama de Omayra hubiera sido un caso aislado...», advierte este profesional que hoy, asegura, duerme «con la conciencia tranquila».

Medio centenar de niños quedaron sepultados tras el seísmo; solo once sobrevivieron

La escuela Rébsamen, símbolo de la tragedia

El medio centenar de niños de entre 7 y 13 años que quedaron sepultados bajo los escombros de la escuela Enrique Rébsamen, en Coapan (al sur de la capital de México), se convirtieron el 19 de septiembre de 2017 en la dramática imagen de un país que en menos de un mes fue golpeado por dos terremotos. Los menores corrieron hacia la calle alertados por sus profesores, pero el poder destructivo del seísmo (7.1 grados en la escala de Richter) fue más rápido que ellos. El colegio se vino abajo y el balance fue desolador: 32 niños murieron y una veintena tuvieron que ser rescatados. Once salvaron finalmente la vida. Durante las labores de salvamento en la zona, las escenas de trabajo frenético quedaban momentáneamente congeladas al gesto del puño en alto de la Policía. «Silencio, por favor. No caminen, no respiren, intentamos escuchar voces».

Cientos de soldados, bomberos y voluntarios se aferraban a esos escombros en busca del menor signo de vida. Como en otros desastres, este centro educativo se convirtió en todo un símbolo de la desgracia. México mantuvo contenida su respiración hasta que las autoridades dieron por terminadas las labores de búsqueda. Pero hasta que llega ese momento, la presión que sufren los equipos de salvamento es máxima. «Si, además, hay niños, el rescate se vive con mucho más estrés», precisa Antonio Nogales, presidente de Bomberos Unidos Sin Fronteras. «En ocasiones sentimos una gran impotencia, porque las maniobras hasta alcanzar a la víctima llevan su tiempo y eso genera aún más ansiedad.

Sin embargo, toda esa presión mediática y social que suele rodear a este tipo de situaciones nunca podrá ser comparable con la que nos imponemos nosotros mismos y que debemos saber controlar para que no nos lleve a tomar decisiones erróneas», explica Nogales. Aunque este profesional, con dilatada experiencia en labores de salvamento, reconoce que deben estar preparados para improvisar, «porque cada situación es distinta», el caso del pequeño Julen «escapa a todo», asegura. «En España no hemos conocido nunca nada igual. 100 metros de profundidad es el equivalente a una altura de 30 pisos; eso es una auténtica barbaridad». Lo que su experiencia sí le dice es que solo «blindándonos mentalmente a la realidad, inhibiéndonos de quién es la persona que está atrapada y centrándonos en los procedimientos se puede conseguir ser efectivos», aclara.

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