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El falsificador que desalojó la ONU

El falsificador que desalojó la ONU

Hace 40 años, Robert Baudin protagonizó un avance del 11-S al amenazar con estrellar su avioneta en Nueva York. ¿El motivo? Un enfado con el editor de sus memorias

CARLOS BENITO

Sábado, 28 de septiembre 2019, 19:35

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Cuando contemplamos las fotos del día en el que Robert Baudin puso en alerta a la ciudad de Nueva York, nuestra mente se traslada inmediatamente a una fecha posterior, que el propio Baudin ni siquiera llegó a vivir: la imagen de su avioneta sobrevolando el edificio de Naciones Unidas nos remite, de manera inevitable, a los ataques del 11 de septiembre de 2001. En cierto modo, se puede ver como una prefiguración de aquella jornada terrible, aunque ni sus motivaciones ni el alcance de su acción tuviesen nada que ver con el horror y la destrucción que causaron los atentados. Lo suyo tuvo incluso cierto aire de comedia absurda, por mucho que a las autoridades de La Gran Manzana no les entrasen precisamente ganas de reír: «Hay un lunático con una avioneta en el área de Naciones Unidas y está amenazando con estrellar el aparato contra el edificio», alertó la Policía al organismo internacional, que aquel 9 de octubre de 1979 se vio obligado a evacuar por primera vez su sede. El siguiente desalojo llegaría veintidós años después, en el 11-S.

Lo cierto es que a las fuerzas de seguridad no les faltaban motivos para preocuparse. Robert Baudin, un hombre de 61 años con una pintoresca biografía, había alquilado el aparato en Chicago la víspera al precio de dieciséis dólares la hora. A las nueve y media de la mañana, despegó de un aeródromo de Nueva Jersey y empezó a sobrevolar el casco urbano neoyorquino. Al principio, describía una amplia elipse que abarcaba desde la calle 34 hasta la 79, pero poco a poco fue estrechando el cerco en torno a Naciones Unidas. En realidad, su objetivo no era la sede de la Asamblea General, sino una editorial que tenía sus oficinas un par de bloques más allá, porque su extraña conducta tenía una motivación más extraña aún. La firma en cuestión, Harcourt Brace Jovanovich, había publicado la versión estadounidense de las memorias de Baudin, tituladas 'Confesiones de un falsificador promiscuo', y al autor le había sentado fatal que censurasen algunos pasajes sexuales.

Primero trató de canalizar su indignación a través del periódico 'New York Post', al que llamó por teléfono una docena de veces en el plazo de un mes. Antes de iniciar lo que él describía como su «actividad aérea», envió una declaración en casete al mismo diario: «La imagen de una aeronave con intenciones desconocidas cerca del despacho de los responsables debería tener más impacto que cualquier acción legal que yo pueda iniciar», argumentaba. Además, planteaba sin rodeos la posibilidad de «volar directamente hacia la oficina del jefe e intentar un aterrizaje de emergencia sobre su mesa». Mientras Baudin daba vueltas sobre Nueva York en su 'Cessna 172', los investigadores descubrieron que no era la primera vez que empleaba este singular medio de protesta: en 1969, había tenido en vilo a la ciudad australiana de Sídney durante cinco horas y media, aunque al final accedió a aterrizar.

Aquella fue la única vez que se evacuó el edificio de la ONU antes del 11-S Tapaba su actividad falsificadora tras la fachada de imprimir pornografía

«Ha merecido la pena»

Baudin era todo un personaje. Nacido en una familia respetable y culta de Ohio, muy pronto dio muestras inequívocas de que su vocación profesional se orientaba hacia la estafa y la falsificación. Las primeras víctimas fueron sus padres, a los que solía presentar una versión mejorada de sus notas del colegio. Se marchó de casa durante la Gran Depresión y se fue especializando en diversas disciplinas del engaño: desde vender relojes de imitación a los turistas hasta falsificar cupones de combustible al final de la Segunda Guerra Mundial. También navegó en mercantes por Extremo Oriente, fue policía en Shanghái, pasó una temporada entre rejas, se sacó la licencia de piloto y cultivó, mientras tanto, una marcada inclinación por las mujeres mayores.

Finalmente, se afincó en Australia, donde pudo desarrollar plenamente sus aptitudes: compró la maquinaria precisa y se dedicó a imprimir logrados billetes de veinte y cincuenta dólares estadounidenses, que después envejecía con glicerina rebajada. A su esposa y sus amigos, para que no recelasen, les contó que tenía un negocio clandestino de impresión de pornografía. El resto de la gente solo conocía su trabajo oficial de fotógrafo aéreo.

«Ha pasado la mayor parte de su vida haciendo dinero en un sentido literal», lo presentó un artículo del 'Sydney Morning Herald' cuando ya se habían descubierto sus actividades. Robert Baudin se dedicó durante años a 'colocar' sus billetes falsos por diversos países de Europa (incluida España) y América, a la vez que despilfarraba buena parte del dinero legal que iba consiguiendo a cambio. La Policía australiana lo atrapó en 1968, por culpa del hijo de uno de sus colaboradores, y fue entonces, en libertad bajo fianza, cuando decidió tomar una avioneta y sobrevolar Sídney para exigir que retirasen los cargos contra él. Le acabaron condenando a cinco años de cárcel, por falsificar dos millones de dólares, pero solo cumplió quince meses. Después lo contó todo en su libro.

En Nueva York, la Policía no sabía qué hacer ante la amenaza de la avioneta, entonces sin precedentes. Un oficial admitió que carecían de medios para derribar el aparato. Los cinco mil empleados de Naciones Unidas tuvieron que desalojar el edificio y se cerró al tráfico una parte de Manhattan. La tensión se fue moderando al comprobar que Robert Baudin, por muy desequilibrado que pudiera parecer, se expresaba como un tipo sensato: incluso pidió por radio que, si tenían que abatirlo, lo hiciesen cuando volaba por encima del río, para no provocar víctimas. Al final, después de tres horas de alerta, tomó tierra en una pista que le habían reservado en el aeropuerto de LaGuardia.

Las autoridades le permitieron posar para los fotógrafos e incluso ofrecer una breve rueda de prensa. «Puede que pase un tiempo en la cárcel, pero ha merecido la pena», dijo, además de apreciar la vertiente comercial del asunto: «¡Ahora mi libro se venderá!». Le acusaron de extorsión, pero el juez lo absolvió, al valorar que solo buscaba atención. Murió en 1983 y, para cuando los aviones del 11-S trajeron el horror a la ciudad, su pequeña aventura ya había caído en el olvido.

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