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¿Qué ha pasado hoy, 17 de abril, en Extremadura?
Siete mil fábricas. El manto de ladrillos que se secan al sol en los alrededores de Dacca, la capital del país, se pierde en el horizonte. El cuarto productor mundial de este material necesita construir, según las estimaciones del Gobierno, cuatro millones de viviendas al año para responder a la demanda creciente de la población, que censa ya 160 millones de habitantes. Los empleados se desloman de sol a sol. :: Z. ALDAMA
Esclavos del ladrillo

Esclavos del ladrillo

Un millón de personas fabrican 23.000 millones de ladrillos cada año en Bangladesh con medios rudimentarios y en condiciones aterradoras

ZIGOR ALDAMA

Lunes, 14 de octubre 2019, 09:24

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Pocas maniobras de aproximación a un aeropuerto resultan más espectaculares que la de los aviones que aterrizan en Dacca. Sobre todo cuando llegan desde el este y sobrevuelan el explosivo cóctel de casi 18 millones de habitantes que es la capital de Bangladesh. No solo por el sorprendente caos urbano de una ciudad que construye rascacielos sobre chabolas, sino por lo que la rodea: Dacca está constreñida por un cinturón de chimeneas que vomitan un tóxico humo negro. A su alrededor, como si fuesen hormigas, un ejército de seres humanos da forma a uno de los elementos clave del rápido desarrollo que ha alentado la musculosa industria textil: ladrillos.

A ras de suelo, la escena impacta incluso más. Las márgenes de los ríos están tomadas por decenas de estas fábricas, cuya extensión ahora no es capaz de abarcar la vista. El manto de ladrillos grises que se secan al sol se pierde en un horizonte al carboncillo. El aire pesa por la humedad y el polvo azabache que flota en él. Tiene un olor acre, y la sensación de opresión que provoca este ambiente se ve acrecentada por la elevada temperatura. Pero solo las lluvias torrenciales que suelen anegar el país durante el monzón detienen el trabajo.

Las estadísticas ayudan a visualizar la escala de esta industria: según datos oficiales de 2017, los últimos publicados, Bangladesh cuenta con 7.000 fábricas que emplean en torno a un millón de personas y producen 23.000 millones de ladrillos al año. Ingresan unos 2.300 millones de dólares, y contribuyen un 1% al producto interior bruto del país. Son cifras que convierten a Bangladesh en el cuarto productor mundial de este material de construcción.

Los porteadores más débiles cargan con 8 piezas sobre sus cabezas. Los fuertes, con 10 o 12

Y no parece que vaya a perder comba, porque el Gobierno estima que el país de 160 millones de habitantes necesitará levantar cuatro millones de viviendas al año para responder a la demanda de su creciente población. Si se cumplen estas previsiones, será necesario incrementar la producción de ladrillos entre un 2 y un 3% al año. Pero lo que parece una buena noticia para los empresarios no lo es tanto ni para los trabajadores, ni para el medio ambiente.

Es fácil entender por qué nada más entrar a una de estas fábricas. Cientos de hombres, mujeres y niños se desloman en sus instalaciones de sol a sol. El proceso de producción de los ladrillos es completamente manual y se lleva a cabo con medios que bien podrían haber salido de la Edad Media: la tierra se extrae de las márgenes del río a paladas, es mezclada con la cantidad exacta de agua y amasada por hombres en cuclillas que utilizan una caja de madera para darle forma de ladrillos. Finalmente, niños descalzos se encargan de voltearlos para que se sequen uniformemente durante unas seis horas.

Un euro y medio por día

Cuando ya han ganado consistencia, un nutrido grupo de porteadores, sobre todo mujeres, los transportan en sus cabezas hasta el gigantesco horno que tiene la chimenea en el centro. Es una superficie ovalada en la que los ladrillos se ubican en paredes radiales entre las que se deja un espacio para echar carbón. Cuando toda la superficie está llena, se cubre con arena y se prende fuego dentro. Así se cocinan los ladrillos, que abandonan su tono blanquecino para adquirir uno rojizo.

«En un horno pueden entrar hasta 800.000 ladrillos por cada tanda. Durante los seis meses de la época seca, que es cuando podemos trabajar, fabricamos unos cuatro millones», comenta uno de los capataces, llamado Ahmed. Es el encargado de ofrecer una ficha por cada viaje que hacen los porteadores. Dependiendo de cuántos ladrillos lleven en la cabeza, reciben una de un color o de otro. «Los más débiles cargan con ocho. Los más fuertes, con 10 o 12. Al final de la jornada, se cuentan las fichas y se les paga de acuerdo al trabajo que han hecho», concluye.

Lo más habitual es transportar unos mil ladrillos cada día. Eso reporta un jornal de 135 takas. Euro y medio al cambio. «Es una miseria. Por eso tenemos que poner a trabajar a nuestros hijos, aunque todavía sean muy pequeños», explica Monwara Begum, madre de tres. La más pequeña tiene solo siete años, pero ya muestra gran destreza dando la vuelta a los ladrillos. «Eso sí, siempre que puede va a la escuela», puntualiza Begum, que lleva diez años trabajando en las fábricas con su marido. «Él lidera una cuadrilla, así que gana 4.000 takas (45 euros) a la semana. Somos afortunados», dice mientras cocina la cena en la chabola que comparten todos los miembros de la familia.

Los accidentes son habituales. «Lo peor son las caídas, porque mucha gente se rompe un hueso y, además de tener que pagar a los médicos de su bolsillo, ya no puede trabajar el resto de la temporada. Luego están la deshidratación y los mareos, que pueden provocar la pérdida de la consciencia y caídas», relata Sofiruddin Sufir, un joven de 20 años. Si continúa desempeñando esta labor, es muy probable que no llegue a viejo, porque las emanaciones del carbón que se quema son muy dañinas para el sistema respiratorio. «La mayor parte de nosotros no tiene alternativa. Somos gente sin tierras, obligada a abandonar nuestros lugares de origen y ahorrar estos meses para sobrevivir todo el año», añade.

Las fábricas son también la principal fuente de contaminación de una capital que se ahoga. El Gobierno estima que queman casi seis millones de toneladas de carbón al año, que, a su vez, se traducen en 15,67 millones de toneladas de emisiones de CO2. Son cifras desorbitadas, que las autoridades están tratando de mitigar con subvenciones para la adopción de tecnologías más limpias. Pero, de momento, no parece que estén teniendo mucho éxito.

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