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Las enfermedades y el cambio climático

Muchas enfermedades consideradas en descenso, como la malaria, el dengue o la fiebre amarilla, han vuelto a resurgir y han aumentado su distribución. Por ejemplo, un estudio de la UEx y la Estación de Doñana han descubierto la transmisión en Europa de parásitos de malaria que se infectaban solo en Europa

Alfonso Marzal Reynolds

Viernes, 6 de diciembre 2019, 23:07

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El mundo de nuestros abuelos no tiene nada que ver con el nuestro, y menos aún con el que vivirán nuestros hijos. En apenas cien años hemos pasado de viajar en caballo o burro a ponernos en la otra parte del mundo en unas horas. Vivimos en un mundo global, con cambios rápidos y drásticos sin precedentes en nuestra historia. Una de estas alteraciones es el cambio climático. Este es un proceso que ocurre de forma natural, pero los expertos apuntan a que ciertas actividades humanas han contribuido a su desequilibrio y aceleración. Las consecuencias directas de este fenómeno son evidentes, con aumentos de temperaturas y desequilibrios atmosféricos que provocan inundaciones, sequías y una mayor frecuencia de otros eventos climáticos extremos. En cambio, sus efectos indirectos en la salud de los organismos no son tan sencillos de ver. Ya en el año 2005 un comité de expertos del Ministerio de Medio Ambiente elaboró una evaluación preliminar de los impactos en España por efecto del cambio climático, donde alertaba del enorme impacto en la salud humana y en la del resto de animales que tendría el pronosticado aumento del número y virulencia de los parásitos.

El primero de los escenarios previstos es un clima más tropical y húmedo en las zonas templadas. De esta manera, mayores precipitaciones y unas temperaturas más cálidas aumentarían el desarrollo de los insectos y otros artrópodos que transportan los parásitos. Además, permitiría su supervivencia en épocas desfavorables como el invierno y provocaría un mayor número de infecciones transmitidas por mosquitos, garrapatas y otros vectores. Estos efectos del cambio climático se ven incrementados por otros procesos de cambio global, como el mayor número de personas viviendo en grandes ciudades, la deforestación, los cambios en el uso del suelo y el aumento de tráfico de personas, especies exóticas y mercancías. En resumen, somos más en este mundo y vivimos más juntos; los parásitos se desarrollan antes y viven más tiempo, y hay una mayor abundancia de vectores para transmitirlos rápidamente de una parte a otra del mundo. Se ha creado así el ambiente propicio para la expansión de enfermedades y el resurgir de otras que creíamos olvidadas y permanecían ocultas bajo el hielo. Si los efectos indirectos de este cambio global no eran tan evidentes a simple vista, sus consecuencias sí que nos afectan a diario. A pesar de los adelantos en medicina y salud en las últimas décadas, han aparecido nuevas enfermedades víricas como el Ébola, el SIDA, el Zika o el Chikungunya, que matan a millones de personas cada año. Asimismo, algunas bacterias han desarrollado resistencia a los tratamientos. Por ejemplo, la tuberculosis, neumonía y salmonelosis inmunes a los antibióticos provocan más de un millón de casos anuales sólo en Estados Unidos. Igualmente, muchas enfermedades transmitidas por vectores y consideradas en descenso, como la malaria, el dengue o la fiebre amarilla, han vuelto a resurgir y han aumentado su distribución, transmitiéndose en localidades donde nunca antes existieron o se consideraban erradicadas. Por ejemplo, un estudio reciente entre la Universidad de Extremadura y la Estación Biológica de Doñana ha descubierto la transmisión en Europa de parásitos de malaria que se infectaban exclusivamente en África. Este hallazgo pone de manifiesto el enorme riesgo para la salud del salto geográfico en la transmisión de estas enfermedades. El cambio climático se ha hecho incluso patente en Siberia, donde la fusión del permafrost, la capa de suelo que se encontraba permanentemente congelada, ha liberado a virus y bacterias causantes de algunas epidemias mortíferas de los siglos XVIII y XIX como el ántrax o la viruela.

Sin embargo, otros estudios pronostican un escenario diferente, donde hasta un tercio de los parásitos existentes podrían extinguirse en el año 2070, bien por desaparición de los hospedadores a los que infectan o bien porque predicen unos climas más cálidos y secos, con menos agua y menos insectos para su transmisión. Teniendo en cuenta los efectos negativos de las enfermedades parasitarias en la salud, la desaparición de estos patógenos podría suponer una buena noticia. Pero los ecosistemas de nuestro mundo se asemejan a un castillo de naipes, donde cada especie sería una carta que sirve de sustento a las otras. Si eliminamos una carta, si rompemos el equilibrio, todo el castillo se viene abajo. Así ocurre con los parásitos, que también juegan un papel fundamental ayudando a regular las poblaciones de vida silvestre y a evitar su sobrepoblación. Además, por diversidad y abundancia, los parásitos constituyen la principal biomasa de los ecosistemas y mantienen el flujo de energía entre los organismos a través de las cadenas alimenticias. Por tanto, la desaparición de los parásitos tampoco sería una buena noticia.

En cualquiera de los escenarios previstos, los efectos del cambio climático en la abundancia y distribución de los parásitos crearán graves problemas ambientales que repercutirán negativamente en la salud y en la economía de millones de personas. Por eso urge que los políticos y gobernantes escuchen a los científicos y otros expertos y tomen medidas valientes y responsables de una vez por todas.

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