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Mea culpa

El cambio que propugna el Papa en la actitud de la Iglesia ante los casos de pederastia exige modificar hábitos instalados durante décadas

Lunes, 20 de agosto 2018, 23:16

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«Vergüenza». «Arrepentimiento». «Perdón». El Papa alzó ayer su voz con la claridad y contundencia que exige el espeluznante informe sobre los abusos sexuales a más un millar de niños perpetrados por 300 religiosos en Pensilvania (EE UU) durante las últimas décadas. Por muy evidente que sea el diagnóstico de Francisco, el reconocimiento público de que la actitud de la Iglesia ha sido intolerable en este y otros casos de pederastia, pese a su gravedad y magnitud, supone un paso adelante. Pero de todo punto insuficiente si no va acompañado de medidas que permitan prevenir con eficacia atrocidades de ese tipo y, si se dieran en el futuro, combatirlas y castigarlas con la máxima firmeza. Es decir, justo lo contrario de lo que ha ocurrido en la avalancha de escándalos destapados en los últimos años. En ellos, como ocurrió en Pensilvania según se ha documentado ahora, los depredadores sexuales que ejercían de sacerdotes actuaron con plena impunidad y con la connivencia de la jerarquía eclesial –o con su pasividad en el mejor de los supuestos– ante hechos repugnantes que ella conocía y ayudó a encubrir. Y que o bien no se habrían producido o bien no habrían prescrito como delitos de no ser por el clima de tolerancia y ocultación en el que se desarrollaron. El Vaticano no puede ser ajeno a esa realidad, que fomenta una creciente secularización y vulnera con estrépito la esencia del discurso que está llamado a impartir. Porque las víctimas de lo que el Papa hace bien en calificar como «crimen» son los más vulnerables: menores que han visto vulnerada su integridad y destrozadas sus vidas por supuestos servidores de Dios a los que les había sido confiada su protección y que, en lugar de velar por ellos, han utilizado su autoridad moral y su superioridad física para satisfacer sus instintos por la fuerza. «Hemos abandonado y descuidado a los pequeños», confesó ayer Francisco en una carta a todos los católicos en la que les invita a implicarse de lleno en la lucha contra esta lacra. Tal objetivo requiere un cambio radical en la cultura instalada durante décadas en la Iglesia. Un cambio que pasa por transformar la impúdica inacción ante los abusos sexuales en denuncias ante la Justicia o las autoridades eclesiásticas. Y por que tanto los religiosos como la jerarquía que los gobierna asuman que su deber como católicos y ciudadanos es preservar los derechos de las víctimas y de los más débiles, no proteger a quienes los violan. Solo así será posible la «tolerancia cero» contra la pederastia que abandera el Pontífice.

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