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Los cascos de la OTAN

Los cascos de la OTAN

La organización elogia en un vídeo a unas mulas murcianas. Las crió Antonio Ruiz, un empresario e hijo de labriegos enamorado de su casta

FERNANDO MIÑANA

Miércoles, 20 de marzo 2019, 12:47

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Antonio tiene una empresa que lleva sus apellidos: Grúas Ruiz Rojo. Tiene sesenta empleados y una flota de 58 vehículos de asistencia en carretera. Y un taller. Y más cosas. Pero no va de gran empresario. Por eso, hace poco, el gerente de la empresa se lo encontró yendo con su hijo y le dijo: «Mira, es el jefe». El chico lo miro extrañado: aquello no le cuadraba. «Se esperaba que fuera con traje y corbata y un buen calzado. Y yo voy normal, con mi sombrero de paja y mi camisa».

Porque Antonio es empresario, pero antes que hombre de negocios fue un niño que se crió en el campo, en la finca de los condes de San Julián, en Lorca (Murcia). «Soy hijo de padres labriegos», advierte, orgulloso de sus ancestros, de su origen humilde, gente de manos callosas y la piel curtida. «Se dedicaban a arar la tierra y mi padre y mi abuelo me enseñaron a trabajarla». Eran los años 60 y muchos terratenientes no habían empezado a usar todavía los tractores -su uso se extendió por toda España en los años 80-. El trabajo se hacía a mano con la ayuda de las mulas y un arado. «Recuerdo con claridad que era muy chico y me tenía que subir a las balas de paja para ponerles las colleras». En el campo se cultivaba el cereal, el algodón, la alcachofa... «Yo conozco todo el proceso de la tierra».

A los 18, hace justo medio siglo, el mozo empezó a trabajar en un taller mecánico. Allí, entre tuercas y neumáticos, aprendió otro oficio. Y debió empaparse porque, aunque dice que empezó «sin saber de nada», no tardó en montarse el negocio por su cuenta. «De agricultor pasé a piloto de avión...», bromea.

«En el Rocío me di cuenta de lo duro que era y de que me hacían falta unas mulas»

«Cuando las compraron los alemanes, pensé: se van a hacer más famosas que Belén Esteban»

Su nuevo estatus no borró su pasado. «Lo que uno ha sufrido y padecido no se olvida». Jamás dio la espalda a un concepto que estaría siempre presente en su vida: «Todos comemos de la tierra». Por eso siguió vinculado al campo, al cultivo de vegetales, a la crianza del ganado, al respeto por el medio ambiente. «Tengo lo suficiente para autoabastecerme y lograr que todo lo que coma sea ecológico». Aunque no había ni rastro de las mulas con las que se había criado, sus compañeras de labranza. Animales de los que aprendió todo. A darles cariño para que cojan confianza. A reconocer su nobleza. Su fuerza. Su resistencia.

En su finca en La Hoya, una pedanía de Lorca, solo tenía una yegua para montar. «Durante un tiempo estuve muy liado y bajé la guardia. Hasta que, hace 20 años, hacía el camino del Rocío en Córdoba y me di cuenta de lo duro que era aquello y que me hacían falta unas mulas». De aquella yegua nacieron dos mulas castellanas (mezcla de la yegua y un burro, mientras que el macho romo sale de un caballo y una burra). Las acémilas volvían a su vida.

Misión en Afganistán

Años después, hace una década, se presentaron en su finca unos señores hablando alemán. Antonio no entendía nada. «¿Habéis venido a invadirme o qué pasa?», preguntó en tono amistoso. Hasta que un intérprete le explicó que les enviaban del Centro Integrado de Formación y Experiencias Agrarias de Lorca porque iban buscando animales de carga para la brigada de montaña de su Ejército. Al parecer, unos años antes se habían llevado una acémila de Vélez- Rubio, en la provincia de Almería pero muy cerca de la región de Murcia, y quedaron muy satisfechos, así que decidieron volver para reclutar algunas más.

Hace unos días, alguien le enseñó al empresario lorquino un vídeo que había publicado la OTAN en su página web elogiando la labor de unas mulas murcianas. De repente vio a una marrón con una característica franja blanca cruzándole el rostro. «¡Joder, pero si esa es mi 'Portuguesa'!», exclamó al reconocer a su antiguo ejemplar. «Me llevé una gran alegría porque se notaba que estaba bien, que estaba gorda, se veía que estaban bien cuidadas». Después intenta justificar esta satisfacción, como si temiera que le tomaran por un loco por emocionarse con un par de animales de trabajo. Cuando no hay nada más comprensible que el cariño por unos seres a los que vio nacer, a los que educó, a los que herró con cuidado y les dio lo mejor que tenía a su alcance.

Porque sus mulas -ahora dispone de ocho ejemplares- viven como marquesas. Disfrutan de la finca a sus anchas y comen un pienso 'gourmet' a base de un 25% de avena, lo mismo de cebada, un 15% de guisantes, otro 15% de habín, un 10% de soja y un 10% de maíz. Y siempre que puede va él mismo a dar de comer a esta panda de sibaritas.

Sus dos mulas soldado, 'Portuguesa' y 'Sevillana', dan la talla en la Brigada de Infantería de Montaña del Ejército alemán y han colaborado en misiones de la OTAN en Afganistán. Antonio pensaba que en una de esas les habrían pegado un tiro o se habrían despeñado por un barranco. De ahí su alegría al descubrirlas vivas y sanas en el vídeo. Su secreto, según confiesa Antonio, es su «caña fina», sus patas delgadas, y que son «muy musculosas». Al final, el chiste que le nació cuando vino el Ejército alemán a por ellas -«estas se van a hacer más famosas que Belén Esteban»-casi que se ha cumplido, pues estos días no se habla de otra cosa en La Hoya.

Un camión especial

La siguiente generación no ha heredado la pasión de Antonio. A cambio, uno de sus dos hijos le ha dado un nieto que le tiene enamorado. A Roque Ruiz, que es como se llama el muchacho, le fascinan las mulas y cada vez que el abuelo le da una sorpresa y acude a recogerle a la salida del cole, lo primero que le pregunta es si les ha dado de comer y de beber. Se preocupa por ellas. El niño disfruta en el campo rodeado de naturaleza y de los animales: corderos, gallinas, yeguas, las mulas...

Como recompensa, Antonio se lo lleva todos los años al Rocío. Pero alguien que tiene tanta consideración por sus bestias no podía transportarlas de cualquier manera. Por eso mandó construir un habitáculo en el camión «digno de unos rejoneadores». Así, cuando se lleva a las mulas de romería, viajan en primera. «Tienen espacio, llevan comederos y bebederos, y ventiladores, una turbina para ir renovando el aire...». El niño disfruta de aquella peregrinación y, por eso, Antonio, para echarse unas risas, de vez en cuando le suelta: «No te vienes más conmigo». Y el chiquillo, que no está dispuesto a bromear con el asunto, se pone serio y le 'amenaza': «Abueloooo, abueloooo».

Pero el abuelo no se lo dejaría ni muerto. Ese niño le da la vida. Aunque Antonio no se aburre. Primero tiene su trabajo y un plantel de trabajadores a los que considera los responsables del éxito empresarial desde hace 40 años. «No sé lo que aguantaré, pero mientras pueda seguir trabajando... Tengo claro que dejarlo me costaría la vida. Y, además, ¿qué iba a hacer? ¿Sentarme en el sofá a ver la televisión? ¿Irme al bar? ¡Pero si eso no me gusta!».

A su trabajo le suma su pasión por el campo y una distracción que le relaja: trabajar el cuero. Le gusta coger la piel y fabricar unos llaveros manufacturados que regala a todo el que se asoma por allí. Y su nieto, claro. Le gusta decir que es su jefe. «A veces le gasto una broma y le suelto: 'Vaya socio me he buscado'». Pero ni el amor por sus mulas, ni siquiera su consagración como 'soldados' de la OTAN y del Ejército alemán, consiguen arrebatarle el volante de Grúas Ruiz Rojo. Por eso Antonio, a sus 68 años, sigue al frente de la empresa, y así seguirá mientras aguante. La decisión la justifica con un refrán que viene al pelo: «El ojo del amo engorda el caballo».

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