Marsella
Victoria Pelayo Rapado
Viernes, 4 de julio 2025, 23:01
Antes viajaban los ricos, según relata Henry James en sus novelas 'La copa dorada' y 'Retrato de una dama'. Las tramas jamesianas se complicaban por ... el deseo de viajar de los protagonistas; el periplo duraba meses, incluso años, y comenzaba en una travesía marítima portando baúles con más enseres de los que algunos acumularemos en toda una vida. Las damas se embarcaban acompañadas de una señorita, normalmente de escasos recursos económicos, porque no estaba bien visto viajar sola, y los caballeros lo hacían con algún amigo de posición social inferior. Aunque los acompañantes tuvieran la fortuna de recorrer Europa gracias a la generosidad, llámese como quiera, de sus benefactores, eran muy pocos los tocados con aquella suerte.
Ahora viaja todo Dios. Solo, en pareja, en familia, en viaje de negocios o de fin de curso, a un congreso de Medicina o a una cacería en Centroeuropa, y da igual adónde una vaya, sea un destino muy solicitado, Egipto o Budapest, o menos, como Marsella, adonde viajé recientemente. Las ciudades de cualquier continente están hasta arriba, las visitas guiadas se solapan y has de prestar atención para no despistarte entre el barullo e irte con otro grupo. Excepto las zonas en conflicto, todos los destinos están cogidos; a este paso pronto se pondrá de moda el turismo bélico, si no existe ya.
Si está todo visto y pateado solo nos quedará atravesar poblaciones en carro blindado bajo una lluvia de mortero, pernoctar en un refugio antimisiles o desembarcar en una playa sembrada de minas. No es una tontería lo que acabo de escribir, ni superficial o inconsciente quien teclea. Piense el lector en el turismo espacial, que ya se ha cobrado víctimas, o en la cápsula que implosionó en el fondo del Atlántico Norte en busca de los restos del 'Titanic'.
Sin ser la más limpia, Marsella no es la ciudad sucia que una espera, cuando posee, además, fama de elaborar el jabón más puro. No hay basura en sus aceras, sino mujeres con niños sobre mantas extendidas, pequeños rectángulos textiles a modo de hogar sin puertas, sin paredes, sin intimidad; los pequeños juegan sin salirse del límite que marca la tela mientras la madre amamanta al bebé.
Enfrente de la pobreza relumbra día y noche la marquesina de acero pulido de Norman Foster, referencia y punto de encuentro en el viejo puerto; y aunque Marsella no tiene playa, no impide a los marselleses tomar el sol en el espigón y zambullirse en el mar. Del puerto subimos al barrio de Le Panier y contemplamos algunos grafitis, 'Pulpo', 'Indianos', descubriendo que, en muchos edificios, sobresale una pieza metálica anclada en la parte inferior, raspador, que servía para limpiar el calzado de barro u otras inmundicias.
Los marselleses son combativos, así lo demuestran las fortalezas que custodian la ciudad, y orgullosos, detestan a los parisinos hasta preferir que gane cualquier equipo antes que el PSG de Luis Enrique; y acogedores, si el lector viaja hasta allí podrá comprobarlo visitando 'La Panetteria', donde degustará el mejor desayuno al mejor precio.
Aunque la columna se acaba, Marsella aguarda al viajero frente al Mediterráneo.
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