Están algo marchitas, con los colores desleídos de tanta lluvia, pero han vuelto a nacer las orquídeas en la zona umbría del patio del instituto. ... Se trata de la especie Ophrys tenthredinifera, conocida también como flor de avispa porque sus flores recuerdan a algunos himenópteros, como la Eucera longicornis o abeja de antenas largas. El macho de esta especie de abeja, confundido por el aspecto de hembra de las flores de la orquídea, se posa sobre ellas con la intención de copular. Desvelado el engaño, se marcha con dos polinios cargados de polen que llevará a otra flor. A mí todo esto me parece algo extraordinario, un regalo, una suerte, un tesoro, un misterio escondido que se hace visible cada primavera entre las sombras del patio del instituto, en pleno centro de Cáceres.
Por supuesto, me llevo a mi alumnado a ver las orquídeas. Los animo a adentrarse en el misterio y encontrar el tesoro. Unos me siguen con entusiasmo, a ver dónde está esa flor de la que habla la profesora. Otros se muestran dubitativos, la hierba está mojada. Otros están reacios, a ver si va a haber bichos. Y otros se sientan en el suelo, nos importa nada esa flor. Todas las actitudes son respetables, desde luego, en ellas reside la riqueza de la diversidad. Pero a veces me pregunto por qué me empeño en que se sorprendan, como yo me sorprendo, con una flor de orquídea que nadie, o solo ellos, va a ver. Por qué pretendo que se emocionen, como yo lo hago, con una simple orquídea, y que pregunten, se interesen, sean curiosos, investiguen, averigüen. Que se ilusionen. Si total, a un golpe de clic, haces una foto y al instante sabes especie, hábitat, polinizador y, si te descuidas, tienes fotografías de los ejemplares del patio hechas por un satélite que pasaba. ¿Qué necesidad hay, entonces, de retener una orquídea en la mirada?
Releo un breve libro de Rachel Carson sobre el sentido del asombro y me reafirmo en mis ideas. Los dispositivos digitales han venido para quedarse, nos aportan mucha información y se pueden usar para aprender. La inteligencia artificial nos facilita la vida, pero soy partidaria de cultivar la inteligencia natural, de entrenarla y llevarla al máximo de la capacidad individual. Mi amiga Esther, que tiene un pequeño museo azul, dice que no puede ser que los más pequeños lleguen al instituto o a la universidad sin saber nada del entorno y los miles de seres vivos con los que se cruzan a diario. Que la clave está en educar en la naturaleza desde la etapa infantil, que aprendan y se dejen sorprender por lo que hay afuera.
Y así, emocionarse porque los olmos están echando a volar las sámaras, los mirlos se esconden entre las hojas de la hiedra porque ahí tienen su nido y descubrir que, en la húmeda y oscura umbría, donde brotan los lirios enanos, han nacido nuevamente las orquídeas, maestras del engaño. Un clic no puede sustituir la ilusión por aprender.
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