Opinión

Suena el verano

Un pájaro en mi ventana ·

Pilar López Ávila

Lunes, 2 de septiembre 2024, 23:06

Se escucha el ladrido de un perro en la quietud de la noche de verano. Con la ventana abierta, por si a una brisa nocturna ... le da por refrescarnos el sueño, el ladrido se oye cerca aún estando lejos y me transmite seguridad. ¿Qué se dirán los perros con sus ladridos?

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En el dormitorio suena el ventilador del techo. Sus aspas no han dejado de girar desde que enlazamos una ola de calor tras otra y de mover el aire de la habitación cuando a la brisa nocturna le da por no entrar. He leído que un ventilador encendido toda la noche –unas ocho horas con potencia de 50 vatios– supone un coste de 5 céntimos al día, un euro y medio al mes, poco dinero para tan buen servicio. Su sonido monótono es un alivio y es lo único que se escucha en el conticinio, ese momento de la noche durante el cual el silencio es tan profundo que ni los perros ladran. Esta palabra, recogida por Mónica Fernández-Aceytuno en el libro 'Las 104 palabras más hermosas de la naturaleza', significa en latín algo así como estar completamente callado. Ese silencio precede al galicinio, que es el momento en el que canta el gallo, todavía a oscuras, a punto de amanecer. Palabra también recogida en el citado libro y que significa precisamente eso, canto del gallo.

A mí los gallos no me despiertan, pero sí los estorninos. Como tengo el oído entrenado para escuchar el canto de las aves, oigo el reclamo extraño de los estorninos, lleno de ruidos, chasquidos y silbidos. Posados en las antenas, se diría que hablan entre ellos, como lo hacen los perros por la noche. Su charla se mezcla con el parloteo de las golondrinas que pronto dejarán estos cielos, y con los sonidos de la calle que empieza a ser bulliciosa, como una mañana de verano. Si hay suerte, escucharé la melodía reconocible de la flauta de pan o chiflo del afilador, esa que recuerda a tiempos que casi se fueron. Observo un rato al afilador con su bicicleta y su chiflo y me acuerdo de aquel sillero que arreglaba sillas de enea voceando por las calles. Se alejan los recuerdos y se acercan los gritos alegres de chiquillos en vacaciones.

Por las tardes, es fácil seguir escuchando a los más pequeños cuando se dan un chapuzón en la piscina, inventando mil juegos que les harán recordar veranos felices al aire libre. También así sonaron los de mi infancia, a risas y salpicaduras. Y ahora, en ese mismo lugar, se añaden esos sonidos a los de una oropéndola que canta cada atardecer, y sé que cuando era una niña no la escuchaba, porque para mí entonces todo era juego y agua. En los anocheceres suenan las palabras de los amigos, entre bromas, cacahuetes y aceitunas, esperando un poco de brisa fresca.

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Suena el verano, por fin, a la voz de mi hijo mayor –el que les conté que se fue a Australia– llenando los vacíos de mi casa.

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