Reciclado
La aldaba ·
Matilde Muro
Lunes, 11 de diciembre 2023, 07:33
Cuando pasan estos atroces puentes por la puerta de mi casa, hoy lunes está la ciudad arrasada. Los contenedores rebosan, las papeleras imposibles, las calles ... inmundas y el ambiente huele a todo menos a bien.
Los servicios municipales de limpieza no dan abasto. Los pobres están desbordados haciendo horas extraordinarias más que lo regulado. La suciedad campa por doquier y ahora el silencio después de la batalla del turismo de masas acrecienta aún más la suciedad, porque parece que somos los desgraciados habitantes de ciudades que atraen turismo barato los responsables de tales desmanes ocasionados por la mala educación cívica de los que asolan los pueblos, pretendiendo que las cosas funcionen con el anonimato y abundancia de las ciudades millonarias en recursos y habitantes.
Soy una fanática del reciclaje. Aprendí de mi tía Ana que lo ideal de los cubos de basura es que fueran altos, que se abrieran con los pies mientras las manos van cargadas de plásticos sobre todo, y la espalda no se vea castigada una y otra vez en busca del depósito. Tengo tres enormes en mi cocina, y forman parte del paisaje (no de la decoración desde luego) y deposito las bolsas llenas y cerradas en cada uno de los colores que mandan, pero es verdad que luego todo se mezcla, nadie ordena con cuidado y a veces el esfuerzo se me hace cuesta arriba cuando veo la mezcla en los camiones de recogida y que los cristales se acumulan durante semanas sin ser recogidos por quien se compromete a reutilizar el vidrio con la ayuda desinteresada del usuario que paga por separar la basura.
El pasado día de fiesta vi como restaurantes y hoteles llenaban cubos de basura que nadie iba a recoger esa noche, pero daba igual. Ellos a lo suyo (que no es lo de todos al parecer). Sobre esos detritus otros pusieron más y más, y la esquina de la iglesia (lugares favoritos para depositar cubos de basura por las autoridades, porque al parecer consideran que las iglesias son para eso) se transformó en un espectáculo terrible del que la ciudad presumió toda la fiesta y el día siguiente, ante los miles de enloquecidos viajeros que caminaban sin rumbo intentando comer o beber, sacar entradas de algo, comprar patatera sin saber qué es, o quesos a bajo precio, porque ese turismo es el que busca todo a precio de pueblo, es decir, a menos de lo que cuesta producirlo, o mejor: hay que regalarlo porque la gente del pueblo vive del trueque de alimentos que surgen de los huertos que se cultivan con el abono producido por las basuras que ellos arrojan a su paso.
Mientras tanto las torretas de la luz que está instalando Diamond Foundry en el paisaje de Trujillo siguen creciendo, el paisaje está cada vez más sucio, la proliferación de las malditas torres es incomprensible, y el silencio de las autoridades continúa.
Se han crecido los delincuentes ante el rechazo de la demanda por parte de los tribunales, y la cosa continúa. La basura se extiende por doquier y ya da todo igual: dentro y fuera la ciudad de Trujillo, uno de los lugares más hermosos del mundo, se está convirtiendo en un basurero. Los buitres ya merodean.
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