Me encanta viajar (y otras mentiras)
Javier Cruces
Viernes, 10 de octubre 2025, 02:00
Mientras nosotros debatiremos durante dos años la orientación sexual de Cervantes tras la película de Amenábar, Steinbeck, en ese mismo tiempo, se ocupaba de lo ... importante: bautizar Rocinante a su caravana y, de paso, ganar un Nobel. Ocurrió que me apetecía leer algo suyo. Todo el mundo me recomendaba 'Las uvas de la ira', así que hice lo propio y compré 'Viajes con Charley'. En él, cuenta cómo, en su recorrido por Estados Unidos, se topa con gente que le ve marcharse constantemente de una ciudad a otra: «Ojalá pudiera ir». Él respondía: «Ni siquiera sabe usted adónde voy». Y siempre oía lo mismo: «Me da igual. A cualquier sitio».
Uno iba a escribir que aquella frase –«A cualquier sitio»– me dejó mirando sin ver, pero como uno de mis terrores nocturnos son los clichés y el otro vivir siempre insatisfecho, convengamos que aquella frase me dejó suspendido. En ella cabía la filosofía entera de la huida: no es el destino lo que importa, sino escapar. No se trata de viajar, sino de marcharse; de abandonar la propia vida para habitar, por un rato, la de otros. Alejarse de la casa, soñarse en otras estatuas, alimentar el alma con la ilusión de que en otro lugar uno sería distinto. Porque solo en Roma (por decir algo) se aleja uno del olor a nevera abierta, de las facturas en la mesa, de tener 35 y que nadie te espere en casa. Hace unas semanas escribía sobre las parejas 'yincana', esas personas incapaces de soportar la agenda vacía, que confunden el movimiento con la vida y los planes con la felicidad. Del mismo barro nace el turismo de fuga, o turismo de los que no se aguantan: personas que hacen las maletas no para ver el mundo, sino para dejar de verse en él. El aeropuerto es su nuevo espejo, el único donde no reflejarse. Viajar, en sí mismo, no tiene culpa. Hay quien viaja por curiosidad, por amor o simplemente por mirar el mundo desde otra ventana. Lo que me desconcierta de verdad son los peregrinos del marketing personal. Aquellos que afirman que les encanta viajar como si fuera una virtud, y uno se queda pensando si eso de verdad puede considerarse un gusto seleccionable y no una simple necesidad humana. Dice Steinbeck que un viaje es una persona en sí porque no hay dos iguales. Y, sin embargo, todo parece ya previsto: el punto exacto desde el que mirar, la sonrisa que se espera, el relato que habrá que contar al volver. Y uno no sabe si el mundo se ha hecho más pequeño o si, de tanto buscar lo distinto, hemos acabado pareciéndonos demasiado.
Tal vez viajar siga siendo una persona. Pero si lo es, me encojo al pensar que todos empecemos a tener la misma cara.
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