Enchufes, absentismo laboral y corrupción sistemática
De mis experiencias deduje que la lucha contra la corrupción no es trabajo de mortales, sino de dioses. Y, ocasionalmente, de jueces con redaños
Germán Larriba
Catedrático de la UEx (jubilado)
Jueves, 12 de junio 2025, 08:03
El affaire del hermano de Pedro Sánchez ha evidenciado el arraigo de uno esos demonios infiltrados en la sociedad extremeña desde los tiempos de su ... inveterado caciquismo. En contra de nuestras racionales expectativas, el advenimiento de la partidocracia no solo no detuvo esta condición secular, sino que aceleró la proliferación de los casos de enchufe y absentismo, practicados ahora sin reserva ni pudor por las mediocres élites surgidas de sus entrañas. Lo que ha prorrogado, si no acrecentado, nuestra imagen de región escasa en cultura y pródiga en compadreo y corrupción solidaria. El 'caso Azagra' no puede ser más ilustrativo, con la particularidad de que ha despertado una saludable repulsa social, más por los abundantes indicios de su faceta choricera que por la gravedad de una de las irregularidades investigadas: desde el primer momento, su abogado y correligionarios se apresuraron a informarnos que el absentismo laboral no tiene la consideración de delito. Supongo que aquellos ciudadanos que hayan cumplido fielmente sus deberes laborales se sentirán defraudados. Pensarán, como yo, que el absentismo referido, generalmente ligado al enchufismo subyacente, es un robo de guante blanco, al tratarse de funcionarios y contratados de diversas administraciones que malversan dinero público; en ocasiones, con el beneplácito, si no a propuesta, del gobierno de la institución correspondiente. Y no se trata de cantidades pequeñas, a juzgar por los jugosos emolumentos asociados al cargo. Pero, además, si el trabajo del absentista es imprescindible, lo que no suele ser frecuente, su labor debe ser desarrollada por otro, que se convierte así en esclavo del primero. En la mayoría de los casos, y aquí parece situarse el que nos ocupa, el absentismo no tiene repercusión alguna porque el trabajo a realizar es dispensable. Si convenimos que estas situaciones deberían ser exorcizadas de una sociedad saneada, y se confirma lo que estamos conociendo del asunto, tendríamos un indicador claro de lo deteriorada e inexpugnable, por internamente asumida, que, muy a nuestro pesar, consideran la nuestra. Lo cual podría explicar en parte el hecho de que le enviaran aquí. Todo apunta a un insulto propinado a los extremeños de bien por el hombre de la Diputación de Badajoz que se jacta ante la juez de disponer de 27 cargos de libre designación. Esperemos que algunos designados conozcan su cometido y lugar de trabajo mejor que el músico. De momento, al conocer su procesamiento, nuestro hombre decide marcharse al templo de la palabra para combatir, dice, a la derecha ¿No será para infectarlo con su palabrería cursi y obtener ventajas procesales para él y su músico ajenas a los simples mortales? Los libremente designados lo negarán, indignados ante la duda metódica que planteo. Al igual que los tradicionales e insaciables parásitos del sistema, aferrados a su modus vivendi y preparándolo para los vástagos de sus vástagos. Tan confiados se sienten, que no dudan en mostrar su «modus operandi»: al que no colabore, la ley y el reglamento y, si nos critica, ya se encargarán nuestros adiestrados y bien cebados operarios cloacales de intimidarle ¡Atreverse a criticar, cobardemente, la nuestra cosa! ¡Que lo hagan a escala nacional, pase, pero aquí, en nuestro propio feudo! Puede que logren sus objetivos. Pero muchos extremeños ya sospechan o intuyen que los robustos indicios extraídos por la juez (tráfico de influencias y prevaricación) de la hojarasca administrativa que encubría la selección del compositor de óperas representan la punta del iceberg de un régimen infestado hasta la médula por un buen número de mediocres y corruptos personajes que emergen en tropel de las urnas.
Como uno ya está acostumbrado a los ataques grupales, se los toma con deportividad, sin renunciar a exigir un cierto nivel; quizá algún curso de formación. El mismo ánimo con que enfrenté otras irrelevantes pero significativas vivencias profesionales. Cercano ya a la jubilación, tras 46 años servicio y con un bagaje estimable, necesité fondos de investigación para finalizar mis trabajos. Como quiera que el perpetuo responsable al frente de la investigación regional no accedía a hablar conmigo, solicité la mediación de un antiguo conocido que ocupaba cargo relevante en la Junta. Así conseguí comunicarme con el esquivo gerifalte, quien me sugirió solicitar un proyecto de investigación en la siguiente convocatoria. En paralelo, ¡qué casualidad!, mi mediador juntero me recomendó un alumno que cursaba mi asignatura. A pesar de mis buenas intenciones, nadie es invulnerable a las flaquezas humanas, el chico suspendió sin remedio (un cero para ser concretos), y repitió nota en la siguiente convocatoria. Poco después, mi proyecto fue excluido, es decir, no financiado (con la segunda nota más baja entre un centenar), mientras proyectos de temática comparable o presentados por personajes de dudosa capacidad fueron premiados. La denegación fue justificada por un evaluador externo en una enrevesada y voluntariosa exposición de motivos cuya redacción y fundamentos me resultaban familiares. Aunque anónima, su autoría no podía escapar al fino olfato de un viejo roquero (yo conozco a mis ovejas, decía un maestro, a sabiendas que un carnero renegado le embestiría tras cambiar de amo). Por mi parte, ni me molesté. Dos años más tarde, gracias a un colega de otra universidad que me prestó laboratorio y reactivos, yo había publicado bastante más y/o mejor que una significativa fracción de agraciados, siendo prudente. Tras el incidente, no supe más del recomendado (ni del resto de protagonistas), pero no me sorprendería encontrarle algún día como autoridad a quien elevar una solicitud.
De mis experiencias deduje que la lucha contra la corrupción no es trabajo de mortales, sino de dioses. Y, ocasionalmente, de jueces con redaños. Porque, una vez que la deriva social ha adquirido cierta inercia, ningún individuo puede aspirar a cambiar su rumbo. Es cierto que la sociedad es suficientemente compleja y cambiante como para exigirla perfección. Pero, cuando se premia en exceso el parasitismo y la corrupción, y la entropía social sobrepasa el límite tolerable, el determinismo eclipsa toda otra opción. Y los jinetes del apocalipsis, no lo olvidemos, continúan al acecho. ¡Despierta Extremadura, desparasítate!
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